Hubo un tiempo en que el Sáhara era un vergel. Han pasado entre 10.000 y 5.000 años desde que este mar de arena estaba poblado de animales y cubierto de vegetación. Este Sáhara húmedo se da cada 40.000 años y se debe al cambio sutil del eje terrestre que provoca un cambio en todo el ecosistema. Un equipo de arqueólogos y geógrafos del King’s College sostiene que el ser humano pudo haber retrasado la desertificación a través del pastoreo.
Esto me genera un dilema porque el desierto es peligrosísimo, pero fascinante. Algunos creen que allí no hay vida alguna, pero se equivocan. Es un medio hostil, pero de una belleza salvaje y silenciosa que se echa de menos en nuestro tiempo. Pablo D’Ors escribió en 2012 una preciosa Biografía del silencio y la editorial Palabra ha publicado el año pasado La fuerza del silencio, una reflexión profunda y conmovedora del cardenal Robert Sarah. Aquí aprendemos a callar para escuchar. Hay voces que solo resuenan en el silencio.
Quizás en esto radique uno de los grandes males de estos días. El silencio se ha convertido en un bien de lujo que uno debe buscar en áticos, fincas y playas recónditas confiando en que los demás no lo encuentren y lo invadan de teléfonos móviles atronadores, hilos musicales previsibles y gritos a todas horas. Para escuchar, a veces uno ha de reservarse sus palabras.
Ahora bien, esta inmensidad radiante no es solo un lugar físico que hay que atravesar como los tuareg hacen con sus dromedarios y el rostro embozado para protegerlo de la arena. También es un espacio espiritual que todos atravesamos alguna vez en la vida: la enfermedad, el dolor, la soledad, la injusticia. Quien se queda solo y varado en este arenal, termina pereciendo. Hay que atravesarlo como el pueblo de Israel: «Yahveh iba al frente de ellos, de día en columna de nube para guiarlos por el camino, y de noche en columna de fuego para alumbrarlos, de modo que pudiesen marchar de día y de noche». Ya ven la importancia de ponerse en camino con una comunidad y un Guía seguro.
Para ganar esa seguridad hay que arriesgarse. Quien quiera cruzar este mar de arena ha de jugársela. Esta travesía no es para tibios ni cobardes. Si uno vacila entre una dirección u otra, no llega a ningún sitio porque acaba dando vueltas. Este espacio inabarcable nos obliga a descubrir la verdad no en un plano teórico, sino en un plano vivencial. Quien se retira al desierto, tiene que estar dispuesto a ir a Jerusalén con todas sus consecuencias.
En el camino, descubrirá el movimiento de las dunas y conocerá el terror de las tormentas de arena. El navegante de este océano sabrá del peligro de los espejismos y de la felicidad indescriptible del agua y la sombra del oasis. También aprenderá a buscar en el cielo la estrella que indica el camino.