Elogio de la Palabra
El mundo fracturado en el que vivimos es el lugar exacto donde Dios nos ha puesto para ejercer nuestra vocación. Encierra las coordenadas donde cada uno debe desarrollar su llamada
Uno de los misterios más insondables de la vida de Jesús es su manera de afrontar el sufrimiento. Este domingo, al escuchar de nuevo el Evangelio, volveremos a detenernos ante esa escena que siempre desarma: Cristo, en plena agonía, es capaz aún de salvar un alma. La del buen ladrón, que confiesa su pecado y es conducido al cielo «hoy mismo». «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso», dijo Jesús, capaz, incluso en el dolor más inimaginable, de salir de sí y poner la mirada —y el corazón— en el otro. «Palabra del Señor», diremos todos. A veces repetimos esas frases como si fueran estribillos, pero en nuestra cabeza está la extraescolar del pequeño o la discusión con la señora de al lado con la que llevas casado décadas. Decimos «Palabra del Señor» o «amén» como quien disimula un bostezo, mirando el reloj, moviendo nerviosas las manos.
Movemos los labios mientras el corazón está en otra parte. Y, sin embargo, esa Palabra que recitamos distraídos es, para los cristianos, el centro de nuestra identidad.
Lo recordó el cardenal Cobo el pasado domingo en la Misa de clausura de la 27 edición del Congreso Católicos y Vida Pública, organizado por la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP) y la Fundación Universitaria San Pablo CEU: estamos llamados a ser «el pueblo de la Palabra».
Por eso, como subrayó el prelado, es la Palabra de Dios la que debe guiarnos en estos tiempos de polarización política y afectiva. El mundo fracturado en el que vivimos no es un accidente: es el lugar exacto donde Dios nos ha puesto para ejercer nuestra vocación. Aquí y ahora. Este presente exigente encierra las coordenadas donde cada uno debe desarrollar su llamada.
El Congreso de la ACdP, convocado este año bajo el lema Tú, esperanza, sirvió, precisamente, para profundizar en esa verdad que va más allá del optimismo, que suele ser vacío disfrazado de colores. «La esperanza no es quietud, es acción», dijo en la clausura el expresidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, Julio Borges. Y él lo afirma desde un país donde el mal no es abstracto, sino un poder que empobrece, persigue y corrompe. María Corina Machado, luz de Occidente, ha dedicado su vida a una causa justa. Encara algo que quizá hemos olvidado: la dimensión sacrificial de la vida pública cuando se vive desde la fe.
Nuestros males suelen ser pequeños y así, nuestra respuesta dista mucho de ser heroica. Para la líder opositora, en cambio, ser católica en la vida pública supone literalmente jugarse la vida. «El verdadero combate está dentro de nosotros mismos», recordó Borges. Y ahí toca volver a Jesús: a ese combate interior que empieza en las entrañas, que nunca termina y que solo se sostiene si se alimenta de la Palabra.
Porque es esa Palabra —dicha en la cruz, dicha para un ladrón, dicha para quien oprime y para quien resiste, dicha para nosotros— la que muestra que la esperanza cristiana es la certeza de que el mal no tiene la última palabra.
Ni en Venezuela.
Ni en nuestras vidas.