Cuando a un sabio y santo sacerdote como es Juan Esquerda Bifet, al que tuve la suerte de tener como profesor de Teología Espiritual en Burgos, le contaba hace años de mi trabajo pastoral en los medios de comunicación social, me dijo: «Adelante, sigue con esa labor callada». Recuerdo que en seguida le contesté: «Bueno, callada, callada, precisamente no es». Y me sonrió. Con el transcurrir de los años me he dado cuenta de mi error. La comunicación, incluso la comunicación social, se construye mucho más desde la prodigalidad de los silencios –no los huidizos y cobardes– que desde la prodigalidad de las palabras.
Explicaba Benedicto XVI que «el silencio es parte integrante de la comunicación y sin él no existen palabras con densidad de contenido. En el silencio escuchamos y nos conocemos mejor a nosotros mismos; nace y se profundiza el pensamiento, comprendemos con mayor claridad lo que queremos decir o lo que esperamos del otro; elegimos cómo expresarnos».
Y explicaba el nuevo Premio Nobel de Literatura, Kazuo Ishiguro, en su obra Los inconsolables, que «el silencio puede ser revelador de que se están fraguando ideas muy profundas, de que se está haciendo acopio de las más hondas energías». Sus novelas viajan por los elocuentes silencios del alma de sus personajes, y las llevadas al séptimo arte permiten además ese camino proveyendo armoniosamente silencios y palabras. La buena literatura y el buen cine demuestran estéticamente la veracidad de la afirmación del Papa Francisco de que el tiempo es superior al espacio. Y a veces las palabras solo llenan espacios, mientras los silencios vertebran los tiempos.
Como ocurrió en la España de 1981, asistimos a un exceso de dimes y diretes, de réplicas y contrarréplicas, de palabras que se embrollan y se convierten en armas arrojadizas. En aquel entonces yo aprendí el valor del silencio. Siendo muy joven me alejé del ruido de la gran ciudad y en la Facultad de Teología de Burgos, que ahora cumple 50 años, descubrí el valor del estudio, de la oración y de la escucha al otro en silencio. Allí descubrí el valor de la prudencia, de la moderación, y el poder benigno de la palabra pensada en silencio, frente al poder maligno de la palabra atiborrada de sinsentidos y articulada sin silencios.
Tampoco hoy es hora de muchas palabras, ya se muestren expresamente como confrontación, ya se camuflen falsamente bajo mascara de diálogo. Es más bien la hora de la conciencia, sin miedo al silencio, para parar a tiempo la ignominia.