Lo verdaderamente trágico de la vida es que olvidemos. La muerte verdadera es el olvido, porque si algo atesoramos son los recuerdos. Gracias al Papa Francisco y a la situación desvaída en la que nos encontramos, comenzamos a recordar personajes interesantes del pasado cercano que fueron importantes en la vida de la Iglesia, pero que fueron relegados al olvido. Por ejemplo el Papa Pablo VI y el cardenal Tarancón, arzobispo de Madrid desde 1973 hasta 1982.
Don Vicente Enrique y Tarancón tuvo la formación teológica tradicional en aquel tiempo en España y conocía poco la renovación de la teología centroeuropea, pero presenció y vivió el Concilio con simpatía y empatía. Explicaba más tarde que el impacto causado en su espíritu por las constituciones conciliares Lumen gentium y Gaudium et spes fue definitiva, completando las experiencias que había adquirido en el ejercicio del ministerio parroquial y episcopal durante la guerra e inmediatamente después de la misma. «Ellas provocaron mi conversión».
Entre sus preocupaciones pastorales prioritarias señaló tres que encontramos también permanentemente en Pablo VI y en la Iglesia posconciliar: una renovada formación del clero para que fuera capaz de responder adecuadamente a los problemas, exigencias y ansiedades de los hombres de su tiempo; los jóvenes de la Acción Católica, expuestos al desconcierto y a las dudas provocadas por un fuerte cambio cultural que ponía en cuestión gran parte de la tradición recibida, y la pobreza y la marginación de una parte importante de la sociedad contemporánea. En España la JOC, la HOAC y otras comunidades fueron frutos impagables de esta inquietud.
Adalid de la reconciliación
En una ocasión manifestó Tarancón los dos objetivos que se había propuesto al ser nombrado presidente de la Conferencia Episcopal: aplicar a España las orientaciones del Vaticano II en lo referente a la independencia de la Iglesia de todo poder político y económico y procurar que la comunidad cristiana se convirtiese en instrumento eficaz de reconciliación para superar el enfrentamiento entre los españoles que había culminado en la guerra civil.
Sobrino de dos sacerdotes asesinados durante esta guerra, dedicó su palabra y actuación a que la Iglesia se centrase en su misión religiosa, perdiendo su papel e influencia política y ganando en credibilidad religiosa. Su vocación religiosa le llevó a no centrarse tanto en fomentar las seguridades personales o institucionales sino en vivir el misterio y la experiencia religiosa personal amparado en una liturgia mejor vivida y comprendida y con una implicación mayor en la los dolores angustias y alegrías del ser humano en su conjunto.
Su labor a lo largo de la Transición se centró en reconciliar a los españoles, enfrentados secularmente, hasta el odio, por motivos políticos, económicos, sociales y religiosos. Al publicar los obispos el documento La Iglesia y la comunidad política (1973) escribió el cardenal: «Creo que con este documento puede llegar a ser la Iglesia el gran instrumento de reconciliación nacional y conseguir que el paso de un régimen personal a un régimen democrático no produzca un nuevo enfrentamiento de los españoles». Fue esta una aportación importante para conseguir que la llamada Transición se realizase en paz, con los menores traumas posibles. Tarancón era consciente de que esa reconciliación debía darse dentro de la Iglesia antes de proponerla a los demás. Escribió en más de una ocasión que el mensaje eclesial no sería creíble si la palabra episcopal de reconciliación no iba acompañada de gestos que hicieran superar la sospecha en la sociedad y hasta en la comunidad cristiana de que los obispos estaban divididos.
De hecho, la Iglesia no puede liderar un proceso de serenidad y diálogo nacional si no existe comunión y coincidencia en la caridad entre sus miembros, especialmente entre su clero, desgarrados, a veces, no por doctrinas dispares sino por talantes y querencias de presencia social que tienen poco que ver con las exigencias de Cristo.
Tarancón tuvo prestigio personal y fue respetado por su coherencia, su cercanía y su capacidad de diálogo. Fue el representante de un modelo episcopal que bajó de su cátedra y se acercó a los seres humanos, fieles suyos muchos y conciudadanos todos ellos. No solo dirigió sino, también, representó a una Iglesia en camino, más solidaria, que acompañaba, escuchaba y ponía en práctica junto a todos los demás la palabra salvadora de Cristo.