El viaje de la Palabra
II domingo de Navidad / Evangelio: Juan 1, 1-18
En el Evangelio de este segundo domingo después de Navidad escuchamos el verso más maravilloso de la historia, el más bonito, el que nos pone en la raíz, en el corazón, en el vientre de la vida. Es un verso de un autor al que llamamos Juan, escrito en algún lugar de Asia Menor no identificado, al final del siglo I de nuestra era. Se trata de un verso escrito en griego: «Y el Logos (la Palabra) se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14).
Ninguna aventura puede compararse en su preciosidad, en su vértigo, en su osadía, en su maravilla, con la que este versículo de Juan nos presenta. Aquí está la aventura más fascinante, la épica más maravillosa de la historia: el viaje de la Palabra hacia la carne, el viaje de Dios hacia la historia, el encuentro absolutamente definitivo de Dios con el ser humano.
Logos significa palabra, lenguaje, comunicación, expresión externa de la interioridad más escondida. El logos es, por eso, el centro de la vida, la palabra. Es el ser humano de dentro volcado en la vida de fuera. Si este logos es la palabra humana, el logos que encontramos en este verso del Evangelio de Juan no es un logos humano. Esta es una palabra distinta. Es el Logos de Dios. Juan nos dice que Dios se comunica.
En el Génesis, al principio del mundo no hay palabras, no hay encuentro ni diálogo. Solo hay caos, vacío (Gn 1, 2), confusión, no hay lenguaje. No existe la posibilidad de que un ser humano se ponga delante de otros seres humanos y sin tener que rozarse se estén tocando, solo porque uno habla y otro escucha. No existe eso. Hasta que el Dios de la Palabra, pronunciando las cosas, las llama a la vida. Es el Dios que hace que la Palabra sea corazón, modifique y aliente la historia, la rescate y la sane. Es el Dios Palabra, que según este poeta de Asia Menor, Juan, ha elegido hacer un viaje hacia la carne.
La carne es la parte exterior del cuerpo humano, la piel, lo visible. Aquello que vemos de alguien, que no está protegido por ninguna vestidura. Lo que una persona es cuando viene a este mundo, y lo que este mundo recogerá de ella cuando de él se despida. Es su desnudez, su condición humana. Juan, para hablarnos de Dios, nos habla del Logos, y para hablarnos del ser humano nos habla de la carne. Tenemos que ir al todo, no quedarnos en las partes. Porque el viaje no es de una palabra hacia una carne, sino de un Dios hacia un hombre concreto.
El verbo «hacerse» significa llegar a ser algo, alcanzar aquello que tenía que ser, cumplir su vocación, como el trigo que se convierte en pan. Este tiempo verbal (aoristo) se usa en griego para decir que algo (no importa el cuándo sino el cómo) verdaderamente ha sido, o es, o será, y no hay posibilidad de que algo no haya sido, o no sea, o no lo vaya a ser. Nos pone ante un aspecto perfectivo: verdaderamente es lo que debe ser. Aquí el escritor nos dice que en esta aventura, en este viaje de la Palabra hacia la carne, no hay billete de vuelta, no hay marcha atrás. Esto que Dios ha hecho: el encuentro de Dios con el hombre, la Palabra de Dios abrazando la carne del hombre, es algo absolutamente definitivo. No tiene vuelta atrás. Dios habita en la carne humana.
La segunda parte del verso de Juan nos explica que esta Palabra de Dios, que se ha hecho carne, ha acampado entre nosotros. Jesús de Nazaret, la Palabra de Dios, es el modo en que Dios ha elegido poner su tienda de campaña entre nosotros. ¡Qué consecuencias tan tremendas! Dios habita entre nosotros, para siempre. El que se ha censado en nuestra vida no va a cambiar el padrón. Ha querido vivir aquí, instalarse aquí, y esto es para siempre. No ha elegido una estructura grande ni un lugar suntuoso. Ha escogido algo frágil, escondido, marginal, vulnerable. Así es la tienda de campaña, en la que se sienten los vientos y el frío de la noche: protege, pero a la vez desampara; acoge, pero también demuestra que fuera está el mundo. Él, siendo carne como la nuestra, tendrá que afrontar los fríos, vientos, la noche, la tristeza, la muerte que todos hemos de sufrir.
La expresión «entre nosotros» indica el lugar preciso. Dios habita en esta carne. No pensemos en una pasarela donde los modelos exhiben su cuerpo ante los ojos del público, ni imaginemos la gran semana de la moda. Juan conoce la carne, sabe qué es acariciar la frente de un enfermo, ver temblar por el dolor a alguien que sufre. Sabe qué es la desesperación. Conoce qué es el encuentro íntimo de Amor. Sabe qué es la vida: el amor y el dolor.
Si hemos tocado de algún modo con nuestra carne esta carne de Dios, si sentimos que el templo de nuestra vida es una frágil tienda de campaña que, sin embargo, alberga y acoge a todos, ofrece vida para todos, entonces también nosotros hemos acompañado a la Palabra en su viaje hacia la carne. Y entonces estamos en condiciones humanas de decir que la carne no es triste, y que debemos leer el gran libro, el libro infinito, osado, lleno de aventura, repleto de vida y amor, que Dios ha escrito para nosotros. Este libro se llama Jesús. Leámoslo. No hay nada más maravilloso en esta vida.
En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió. Surgió un hombre enviado por Dios que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. [El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad]. Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia. Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.