El Vía crucis de Paul Claudel: contemplación de la mano de un poeta - Alfa y Omega

El Vía crucis de Paul Claudel: contemplación de la mano de un poeta

De la lectura de esta breve obra podemos concluir que el escritor francés fue salvado por la contemplación de un Dios sufriente, que hizo nacer la compasión y el deseo de estar unido a Él

Antonio R. Rubio Plo
El autor en 1927, su último año como diplomático en Japón
El autor en 1927, su último año como diplomático en Japón. Su Vía crucis se publicó en 1943. Foto: .

Este año se ha cumplido el 70 aniversario de la muerte de Paul Claudel, considerado como uno de los escritores católicos más destacados del siglo XX. Su labor de diplomático le llevó a los sitios más dispares. Pasó 15 años en China y luego estuvo en Praga, Hamburgo, Río de Janeiro, Nueva York y Bruselas. Conoció el gran teatro del mundo y de la diplomacia en las convulsas primeras décadas del siglo pasado, sin dejar de cultivar la literatura, particularmente la poesía y el teatro. Pero, sobre todo, cultivó la vida interior de un cristiano, pese a su continuo alejamiento físico de la patria, a la que retornó definitivamente para pasar los 20 últimos años de su vida.

A Claudel le fascinó China y la describe meticulosamente en alguno de sus libros, pero nada dice del estado de su espíritu en medio de unas multitudes ajenas a la fe cristiana, una situación que ahondaría en las tinieblas de su alma. Decía François Mauriac que el corazón de carne de Claudel sufría en soledad en sus años de joven diplomático en China, en busca del amor de Dios y de las criaturas. Fue también un tiempo de creatividad literaria, pues la literatura no solo es un refugio contra la soledad, sino una continua ansia de trascendencia. Cuando compuso los versos de su Vía crucis en 1911 ya había vuelto, aunque no es difícil intuir en ese escrito el estado de su alma los años anteriores, si bien había formado una familia y habían nacido sus primeros hijos. Lo cierto es que ni siquiera entonces alcanzó la paz, pues a su regreso sintió la tentación de dejar familia y diplomacia para refugiarse en la vida monástica. Este zarpazo espiritualista fue superado con la oración y la literatura y Claudel volvió a ser un cristiano de carne.

De la lectura de algunas de las estaciones de su Vía crucis podemos concluir que Claudel fue salvado por la contemplación de un Dios sufriente, que hizo nacer en él la compasión y el deseo de estar unido a Él. En la cuarta estación, la del encuentro de Jesús con su Madre, podemos leer: «La cuarta estación es María que ha aceptado todo / está en un rincón de la calle que aguarda el Tesoro de la entera Pobreza. / Sus ojos no tienen lágrimas, su boca no tiene saliva. / No dice ni una palabra y mira a Jesús que llega. / Ella acepta. Ella acepta una vez más. / El grito es severamente reprimido en un corazón fuerte y estricto. / La Madre mira a su Hijo, la Iglesia a su Redentor». Es una estación del acompañamiento, del momento en que las palabras son pobres para consolar, puede hacerlo mejor una mirada, una plegaria escondida, algo que sirve para que el otro sienta una caricia sin tacto. Aquí la Madre no solo mira al Hijo, sino también a todo cristiano.

En la sexta estación, la protagonista es otra mujer, la Verónica: «Enséñanos, Verónica, a desafiar el respeto humano. / Porque para quien Jesucristo no es solo una imagen sino una verdad / se convierte en desagradable y sospechoso para los otros hombres. / Su plan de vida es opuesto, sus motivos no son los de ellos. / Porque todo cristiano es la imagen verdadera, aunque indigna, de su Cristo. / Y el rostro que enseña es el reflejo trivial / de esta cara de Dios en su corazón, abominable y triunfante». Claudel llevó toda su vida el velo de Verónica, la imagen de Cristo, el deseo de verlo no solo en la Misa y la comunión diarias. Pese a su sobrecargada agenda diplomática, todos los días se dedicaba a la oración y al estudio de la Biblia, hasta adquirir «una sagrada familiaridad», en expresión del escritor Charles du Bos. La proximidad a Cristo, su identificación con Él, hace a un cristiano insensible a los reproches y ofensas del exterior, que tampoco intimidaron a Verónica. 

En la decimotercera estación, el cuerpo de Jesús es puesto en brazos de su madre: «Aquí la Pasión acaba y la Compasión continúa. / El Cristo que ha sufrido a la vista de todos / se ha ocultado de nuevo en el seno de su Madre. / Ella lo toma, mira, toca, reza, llora, admira; / ella es el sudario y el ungüento, la sepultura y la mirra, el sacerdote y el altar, el cáliz y el Cenáculo. / Aquí termina la Cruz y empieza el Tabernáculo». Un ejemplo del amor de Claudel por María, tan ligada a su conversión mientras escuchaba en Notre Dame de París en 1886 la liturgia de la Nochebuena bajo el pilar que sustenta a una Virgen de estilo gótico. Son versos de esperanza, de fe y de contemplación profunda, que solo pueden entenderse desde la Resurrección de Cristo, cuyo anuncio debió de ser hecho, antes que a nadie, a María, al igual que en aquel día en que el ángel la visitó en su casa de Nazaret.