El último adiós al Papa emérito
El mundo despidió al Pontífice alemán en una ceremonia solemne inédita en siglos de historia eclesial. Sus restos reposan en las grutas vaticanas y ya se pueden visitar
Cinco días después de que se anunciase la muerte de Benedicto XVI, el Papa Francisco presidió un multitudinario funeral solemne ante más de 50.000 personas entre gritos de «santo subito», que reclamaban una canonización acelerada con la misma expresión utilizada al final del funeral de su admirado Juan Pablo II, en 2005. La cúpula de la basílica estaba desdibujada por la niebla cuando el ataúd de Benedicto XVI fue transportado por doce sediarios hasta el parvis de la plaza de San Pedro mientras los presentes rezaban el rosario. 40 minutos después llegó Francisco, que reivindicó en su homilía la esencia espiritual de su predecesor como «un gran amigo de Dios».
El Pontífice presidió toda la ceremonia en silla de ruedas —la utiliza siempre por sus problemas de movilidad— y tuvo que delegar la celebración en el decano del Colegio Cardenalicio, Giovanni Battista Re. Tras el funeral, en un gesto de profundo respeto, Francisco se colocó delante del féretro cuando este era transportado al interior de la basílica y lo bendijo posando su mano sobre él.
El Pontífice solo se refirió a él directamente una vez por su nombre, aunque citó sus textos en cuatro ocasiones, entre ellos, las palabras del Papa emérito en la Misa de inicio de su pontificado en abril de 2005. Algunos tacharon el texto de poco cariñoso, pero lo cierto es que Francisco también evitó destacar momentos relevantes de las vidas de sus predecesores Juan Pablo II, Juan XXIII o Pablo VI durante las ceremonias de beatificación y canonización. Según apuntan los expertos, un funeral no puede ser un panegírico. «Era lo que siempre pedía Benedicto XVI, que la liturgia nos lleve al misterio, que no sea folclore», destacó el presidente de la Conferencia Episcopal Española, el cardenal, Juan José Omella, en declaraciones a Europa Press.
El gran quebradero de cabeza para el Vaticano fue cómo celebrar unas exequias dignas de un Pontífice, pero distintas a las de uno reinante. Al final se optó por un rito simplificado, que, además respetaba la voluntad del difunto de que fuera una ceremonia sencilla y sobria, en la que se eliminó la oración final del cardenal vicario de Roma en nombre de la Ciudad Eterna, y la oración e incensación de sus restos por parte de los representantes de las Iglesias católicas orientales, como la grecocatólica de Ucrania, la caldea de Irak o la maronita del Líbano. Además de con las medallas y las monedas acuñadas durante su pontificado y de los palios que vistió durante su carrera eclesiástica, fue enterrado con un pergamino escrito en latín en el que se destaca que «luchó con firmeza contra los abusos». También se recuerda su figura «como teólogo de reconocida autoridad, que dejó un rico legado de estudios e investigaciones sobre las verdades fundamentales de la fe».
Tras el funeral, el sencillo ataúd de ciprés de Benedicto XVI fue llevado al interior de la cripta vaticana, donde, como todos los Papas, fue introducido en un segundo, de zinc, que, una vez sellado, fue encajado en otro de roble, para ser sepultado finalmente dentro de la tumba elegida por el propio Pontífice emérito, la misma que ocupó Juan Pablo II antes de que fuera beatificado en el 2011 y trasladado a la superficie de la basílica de San Pedro. Anteriormente también reposó en ella Juan XXIII hasta su beatificación, en el año 2000.
Hasta la cripta vaticana, donde se sitúa la lápida en mármol con la inscripción en latín Benedictus PP. XVI, al lado de la tumba de la reina Cristina de Suecia (1626-1689), se acercaron decenas de personas el domingo a las 9:00 horas, cuando abrió con regularidad. Las primeras fueron tres mujeres italianas que se acercaron en silencio hasta la tumba con las cuencas de los ojos encharcadas de lágrimas: «Le tengo mucho cariño. Ha sido un abuelo tierno para todos nosotros», explicaba Claudia a la salida, apretando con fuerza una estampa con su rostro. Detrás de ella, Bernard, un fiel alemán que viajó en autobús con un grupo desde Baviera, destacaba su gran legado: «Estoy triste, pero emocionado a la vez. Ha sido un gran Papa al que le debemos mucho».
Decenas de funerales se celebraron en la última semana en las catedrales de nuestro país para rezar por el Papa emérito Benedicto XVI. No es extraño, pues fue uno de los más visitados durante su pontificado, hasta en tres ocasiones, igual que su Alemania natal.
Madrid fue una de las ciudades que pudo disfrutar de su presencia y el pasado sábado, en la catedral de la Almudena, se le reconoció como «testigo fiel de la bondad y la misericordia» del Señor. Así lo afirmó el arzobispo de Madrid, cardenal Carlos Osoro, en su homilía, en la que añadió que la vida y ministerio y su producción teológica han mostrado «la seguridad que Dios ofrece: aquí está, nos ha salvado». «El Señor no nos deja solos», aseveró. Asimismo, el arzobispo de Madrid remarcó el seguimiento de Jesús del Papa emérito. Su vida, añadió, fue muestra de «una entrega agradecida», de «una entrega orante», y siempre quiso «comunicar la hermosura y la alegría del Evangelio». Su obra sobre Jesús, por ejemplo, «no son unas palabras más, no es una mera investigación», sino que «es algo vivido y experimentado». Entre las autoridades, estuvieron presentes el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida; el vicepresidente de la Comunidad de Madrid, Enrique Ossorio; el consejero diplomático de la Casa del Rey, Alfonso Sanz Portolés, y el embajador de Andorra en España, Vincenç Mateu, en representación del Gobierno del principado, además de embajadores.
En Barcelona, en la basílica de la Sagrada Familia, que el mismo Benedicto XVI consagró, el arzobispo, cardenal Juan José Omella, recalcó la capacidad intelectual del Pontífice alemán, así como su contribución al diálogo entre fe y cultura.
Por otra parte, Omella destacó «la comunión magisterial entre los Papas Francisco y Benedicto XVI a la hora de promover un amor de Dios». Y concluyó: «Desde la ventana del cielo, bendícenos a nosotros e intercede ante el Señor para que nuestra fe no desfallezca».
También el arzobispo de Santiago de Compostela, Julián Barrio, destacó la talla intelectual de Ratzinger y le agradeció la cercanía y afecto que mostró durante su visita en 2010, donde dejó una reflexión sobre Europa, las raíces cristianas y el lugar de la fe en la sociedad. «Proclamó que Dios no es un rival del hombre, que la religión no dificulta el desarrollo de los dones naturales y que la fe no lucha contra la razón», dijo.