Hay un debate perenne que regresa cada tiempo a las mejores charlas de café. ¿Todos pueden ser periodistas, o sólo deberían ejercer esta crucial profesión las personas que tengan un título específico? Yo cifro la respuesta en una idea clave que, a medida que pasan los años, se confirma, a fuerza de estadística: el secreto para ser un buen periodista es ser una buena persona. O, escrito al revés: sólo las buenas personas pueden ser buenos periodistas. Si regresamos al mundano asunto del título, la realidad demuestra que son muchos los profesionales de reputado prestigio que no pasaron por un aula de Periodismo y nadie duda de su saber hacer. Sin embargo, a todos nos llena de orgullo tener en nuestras manos un título que acredite nuestra profesión, aunque sólo sea por la comodidad de poder esgrimirlo ante la flanqueada entrada de una institución. El hecho es reconocer en nosotros esa capacidad para transmitir la verdad lo más fiel posible a la realidad que nuestra disposición nos permita, y trasladárselo al gran público a través de unos medios verosímiles y profesionales. Y ese reconocimiento depende, a veces, de ese papelito llamado título.
A Lolo, el beato Manuel Lozano Garrido, periodista, le ha llegado el momento, en el segundo aniversario de su beatificación. Nunca es tarde si la dicha es buena, dice el refrán. Aunque no estudió Periodismo, fue periodista por los cuatro costados. Lo avalan más de 400 artículos publicados, no en medios de comunicación menores, sino en los que se convirtieron en la avanzadilla de un periodismo católico y comprometido. Signo, Pax o Vida Nueva son algunas de las cabeceras en las que Lozano Garrido dejó la impronta de sus certeros análisis y de sus razonados argumentos. Páginas en las que compartió espacio con profesionales de la talla de monseñor Antonio Montero, Alejandro Fernández Pombo o José Luis Martín Descalzo, por citar sólo a algunos.
La peculiaridad sobrevenida es que toda esta obra periodística la orquestó desde el reducido espacio de su casa. Acababa de estrenar la veintena y la profesión de periodista, cuando una enfermedad degenerativa lo postró en su inseparable sillón de ruedas. Y, a sus 40 años, fue la ceguera la que lo puso a prueba. Pero no sirvió para desanimar a este profesional de la palabra. Siguió trabajando, quizá con más ahínco. Eso demuestra que para ser periodista más vale cabeza que pies. Y corazón, mucho corazón, ese despierto y enamorado de Dios que convirtió a Lolo en el heraldo de la Buena Nueva que representa la salvación, en apóstol de la tinta y el papel. Este periodista de raza que, desde hace 41 años, contempla en la vida eterna el frenético quehacer de la profesión que tanto amó, ha recibido, a título póstumo, el Diploma de honor con el que la Federación de Asociaciones de Periodistas de España acredita su profesión. La decisión no podría ser más acertada, por su trayectoria, por su acervo, por su herencia y, sobre todo, porque cumple esa máxima: para ser buen periodista hace falta, sobre todo, ser buena persona.