El tesoro de Christopher
Lo que necesita es sentirse conectado. Sus libros le hablan, su alma les contesta y él desea compartirlos con la gente que se detiene a saludarlo. La lectura como antídoto a la soledad
Christopher tiene libros, montañas de libros sin estanterías ni paredes donde colocarlos. Envuelto en una maraña de cabellos largos y encrespados, siempre le encontrarás leyendo. Nunca pide dinero, aunque sus posesiones quepan en un par de bolsas de plástico que siempre le acompañan. «¿De dónde es usted?», me preguntó la primera vez que nos conocimos. «De España». «¡Ah, qué necesaria fue la Transición en su país para llegar a la democracia!», soltó sin parpadear, con un perfecto italiano en el que se adivina su origen alemán.
En los alrededores del gueto de Roma todos le conocen como el «indigente de los libros». La sede de su particular biblioteca se encuentra en una puerta cancelada de la iglesia de Santa Caterina dei Funari. En verano duerme sobre sus libros y en invierno los cubre con una colcha para protegerlos de la lluvia, mientras pasa la noche en un albergue. Pero Cristopher no se considera una persona pobre y no quiere que se le trate como tal, o que se le mire con la cara de compasión con la que a veces observamos a las personas que están en la calle y, que, sin pretenderlo, les hace ser todavía más conscientes de su ruina.
«Gracias a los Reyes Católicos se descubrió América». Fue el arranque de su conversación en otro de nuestros encuentros. «¿Quieres un café caliente?», le pregunté, intentando cambiar de tema para averiguar en qué momento de su historia todo se había torcido. Christopher nació hace 50 años en Cottbus, al este de Alemania. Allí estudió Políticas Sociales y, tras trabajar en la hostelería, la vida se le descarriló, llevando por delante familia, amor y trabajo. A partir de ahí su historia parece desleída, sin contornos. Es un pasado del que no quiere hablar, retira la mirada cuando se le pregunta y opta por el silencio. El resultado de su biografía es un mapa donde todas las pistas conducen a un mismo lugar, la calle. Desde que llegó a Roma, hace ya once años, nunca más hubo mesa puesta ni casa en la que se le esperara.
En esta imagen aparece leyendo un viejo diccionario. Pasa horas aprendiendo de memoria palabras nuevas. Los libros son su universidad, su agencia de viajes y los amigos que nunca decepcionan. Mirando bajo la manta descubro sus tesoros. Clásicos latinos junto a novela negra. Veo un gran volumen deslucido con las obras completas de Thomas Mann al lado de una Biblia y un cómic de los viajes de Marco Polo. Casi todos se los regalan, y cuando tiene algo de dinero los compra en el mercado de Porta Portesse. Ahora trabaja de vigilante, cinco horas al día: «No me pagan mucho, pero me gusta trabajar». «Por cierto, ¿sabe usted que la revolución industrial hizo que creciera la población y que disminuyera la mortalidad?». Mientras le escucho pienso que lo que Christopher necesita es sentirse conectado. Sus libros le hablan, su alma les contesta y él desea compartirlos con la gente que se detiene a saludarlo. La lectura como antídoto a la soledad. La enfermedad del silencio como la peor de las pandemias. Detrás de cada indigente hay una historia que casi nadie conoce, pero todos juzgamos. «¿Necesitas algo?», le pregunto al despedirme. Con una mirada tímida y sonriente responde al momento: «No necesito nada. Tengo mis libros». Me fui pensando que, en cierta manera, todos compartimos algo con Christopher. Somos indigentes de humanidad.