Vino a nuestro monasterio un experto en temas comunitarios y hablamos largamente sobre la necesidad de comunicarnos. Al terminar el encuentro noté una especie de desazón que justifico dado mi carácter y vocación contemplativa, y me pregunté: ¿Seremos los seres humanos solo relación, tendencia hacia fuera, fuerza centrífuga?
Si es cierto que somos seres hacia, desde otro aspecto, no menos importante, nos caracterizamos por poseer dentro de nosotros el latido de una vida secreta, la vida interior, de la que destila incesantemente nuestra riqueza.
Tenemos un tesoro dentro, una infinitud interior que espera ser descubierta. Fuente de vida verdadera que mana incesantemente. Todos, en mayor o menor medida, hemos experimentado que somos más de lo que podemos manifestar. Nuestras experiencias relacionales no terminan de expresar plenamente nuestro ser real.
Detectamos en nosotros dos movimientos: uno de interiorización y otro de exteriorización, ambos esenciales. El yo sin el nosotros dista de ser verdadero, lo mismo que el nosotros sin el yo. En cada persona prevalece uno de ellos.
Como dijera Ortega y Gasset, el ser humano es «un dentro que necesita un fuera, a la par que un fuera que necesita un dentro».
Uno de los grandes padres del desierto le comentaba a un joven discípulo: «El alma que se proyecta a sí misma completamente en la actividad, y que se busca fuera de sí misma en las obras, es como el loco que duerme en la acera frente a su casa, en vez de vivir dentro, donde hay quietud y calor» (Apotegma).
Tenemos el deber de proteger este precioso tesoro que llevamos dentro si no queremos vivir como expulsados de nosotros mismos, confundidos, distraídos, sin densidad ni fondo.