Para explicar quién era David O’Connell su buen amigo Joseph Brennan, también obispo auxiliar de Los Ángeles —fueron ordenados juntos—, cita a dos personajes históricos: Robert Bolt y san Pablo. «Si tuviera que escribir una obra de teatro sobre su vida sería Un hombre para la eternidad». Y agrega: «Él se hacía todo para todos, según la expresión que utilizó san Pablo para describir su misión». Esta es una muestra del respeto que le profesaban los obispos estadounidenses y del amor que la gente le tenía.
O’Connell se preparó para el sacerdocio en su Irlanda natal, pero en 1979 fue ordenado para prestar sus servicios en la archidiócesis de Los Ángeles por un acuerdo entre las dos iglesias. Pasó casi la totalidad de los 43 años de su sacerdocio sirviendo a la gente más vulnerable de Los Ángeles, en lugares dominados por la pobreza, la violencia de las pandillas, la contaminación y las tensiones entre la Policía y las comunidades afroamericana e hispana. De hecho, se preocupaba mucho por los migrantes, especialmente por los niños recién llegados de Centroamérica sin sus padres. Como recordó el arzobispo de la archidiócesis, José H. Gómez, en los últimos días, O’Connell sorprendía a los feligreses hispanos con su facilidad para hablar español, aun con acento irlandés. Bastante conocido por su sentido del humor, siempre estaba preparado para contar algún chiste.
Era un sacerdote y un obispo preocupado por la justicia social. Se manifestaba ante los políticos a favor de mejores condiciones de vida. Lo hacía reclamando una reforma migratoria o creando conciencia sobre los vertederos tóxicos en su barrio. Trabajó incansablemente para favorecer la reconciliación entre los miembros de su comunidad con la Policía, especialmente durante los años 90, tras la revueltas relacionadas con el caso Rodney King, un taxista agredido brutalmente por varios agentes en 1991. Organizaba reuniones con la Policía en los hogares de la gente con el fin de poder abordar las frustraciones y crear las condiciones para el perdón. Pero también ayudó a los diferentes grupos a reconciliarse entre sí: a los negros con los hispanos; a los Crips con los Bloods, dos de las pandillas más conocidas de la ciudad.
Al mismo tiempo, el obispo Dave, como era conocido, fue un ferviente partidario del movimiento contra el aborto y un participante fijo en eventos provida. Se unía a las oraciones ante las clínicas abortistas. También se manifestó en contra de la legislación de la eutanasia. Cuando en 2018 arreciaban las revelaciones sobre abusos sexuales en la Iglesia católica, el obispo sorprendió a la multitud durante una adoración eucarística al echarse a llorar en silencio, repitiendo el nombre de Jesús y preguntándole: «¿Cómo podemos consolar tu corazón?».
Que no fuese asesinado en el sur de Los Ángeles —donde había presenciado actos de violencia y cadáveres en plena calle— y sí en el tranquilo barrio de Hacienda Heights, donde ejercía como obispo auxiliar, es en cierto modo irónico. La muerte le llegó a manos de una persona en quien confiaba. Dos días después de su muerte, Carlos Medina, de 61 años, esposo de su asistenta doméstica, fue arrestado una vez que los investigadores rastrearon su vehículo. Ya ha confesado ser el autor del asesinato.
El hecho de que no se conozca el móvil del crimen solo aumenta el dolor de la gente. Todos se hacen la misma pregunta. ¿Por qué alguien le haría una cosa así al obispo Dave? Me temo que nunca vamos a tener la respuesta completa.
Se ha ido O’Connell, pero permanece su legado de amor por los pobres y los afligidos. Durante muchos años, sorprendió a sus compañeros sacerdotes y a su obispo al insistir en que lo destinaran a parroquias situadas en las peores zonas. «Ha sido la gran alegría de mi vida ser el pastor de estas personas, especialmente de las que sufren, están necesitadas o se enfrentan con dificultades», dijo tras ser nombrado obispo en 2015. «Y ha sido un gran privilegio y una gran bendición que me hayan dado estas parroquias todos estos años, que me hayan permitido ser su párroco. La sinceridad de esta gente ha tocado mi corazón», añadió.
En verano de 2015 un par de misioneros llegaron a las puertas de su iglesia, en el sur de Los Ángeles. Habían pasado la semana sin dinero, abandonados a la Providencia y anunciando el amor de Jesucristo. Más tarde contarían cómo el entonces padre O’Connell atendió el relato de sus experiencias de vida y su encuentro con Jesús. La expresión de su rostro mientras los escuchaba era seria e inescrutable, pero, tras casi una hora, se emocionó. Se arrodilló y les pidió la bendición antes de ofrecerles cobijo en su casa y de ayudarlos con el transporte para el día siguiente. Pocos días después, el Papa lo nombraría obispo auxiliar de Los Ángeles.
Yo compartí varios momentos especiales con él durante estos últimos años, pero siempre he valorado mucho esta anécdota, imaginándome sus pensamientos entonces, al estar todavía guardando para sí mismo, en secreto, la noticia de su nueva asignación y reconociendo que él también era un pecador, tan necesitado de Jesucristo como el resto de nosotros.