El sacerdote que compró a un niño que había sido vendido a las mafias por 25 dólares
Era capellán castrense, pero en 2011 cambió el uniforme por los niños peruanos, víctimas de la pobreza, la explotación sexual y el abandono. El páter Ignacio Doñoro, bilbaíno, siempre quiso estar cerca de las víctimas de ETA. Por eso pidió servir a la Guardia Civil en Inchaurrondo. Tras participar en misiones de ayuda humanitaria como la de Bosnia y Kosovo, llegó a El Salvador, donde compró a un niño que había sido vendido a las mafias por 25 dólares. Hoy dirige el Hogar Nazaret en Perú, en el que más de 450 niños y sus familias han curado, como él dice, «sus heridas del alma»
¿Por qué decidió cambiar el cuartel por la selva?
En 2002 organicé con las Hijas de la Caridad un proyecto de ayuda a madres solteras en El Salvador. Allí descubrí a un niño al que su familia había vendido a una red de traficantes de órganos por 25 dólares. Simulé ser un comprador y ofrecí por él 26 dólares. Me lo vendieron. Cuando volví a España fundé una asociación para recaudar fondos y regresé al país a poner en marcha hogares para los niños de la calle. A partir de entonces supe que quería dedicar mi vida a luchar contra la trata de menores y pedí una excedencia como capellán de las Fuerzas Armadas.
Y terminó en Puerto Maldonado, en Perú, dirigiendo un hogar por el que han pasado 450 niños.
Me hubiera dado igual cualquier lugar del mundo, niños crucificados hay en todas partes. Llegué aquí porque una persona conocida me habló de este lugar, una ciudad de 100.000 habitantes con una problemática de minería ilegal, donde el sistema familiar es casi inexistente. Empecé de cero el Hogar Nazaret, yo solo, con el Espíritu Santo, y mi labor es que los niños recuperen los derechos que les han arrebatado.
Tengo entendido que el primer paso es darles una identidad, porque muchos niños son inexistentes.
Lo primero es arreglar su situación legal, con la inscripción en el Registro Civil, la partida de nacimiento y el documento de identidad, porque una vez que el niño existe no se puede traficar con él. También conseguimos atención médica y escolarización, y a medida que pasa el tiempo, se curan las heridas del alma, las más difíciles de sanar.
Arrancar a los niños de las mafias le ha metido en más de un lío…
Sí, me he enfrentado a continuas amenazas y extorsiones en El Salvador, Colombia y aquí en Perú, peores que en mis días en Bosnia o Kosovo. El 14 de marzo del año pasado un grupo armado intentó matarme. Me salvé porque creían que estaba muerto.
Hace poco que dejó Puerto Maldonado para empezar de nuevo y de cero en Moyobamba.
Los niños que han pasado por el Hogar Nazaret han vuelto a sus casas, porque trabajamos con las familias. Cuando su madre, su padre… se recuperan de la situación que han vivido, el niño vuelve otra vez con ellos. Desde marzo estoy en Moyobamba, en plena construcción de dos hogares, y donde ya hay 42 niños.
¿Cómo llegan los niños hasta las casas?
Aquí el precio de la comida, por ejemplo, es parecido al de España, pero un sueldo oscila alrededor de 200 euros al mes. Esta pobreza material extrema crea una pobreza también moral. Las familias están desestructuradas, las sectas hacen estragos… En este contexto, los sacerdotes de la diócesis detectan casos y los mandan al Hogar Nazaret.
En uno de sus escritos, en la web hogarnazaret.es, dice que a los tres meses de llegar a Perú no podía soportar el sufrimiento de los niños y consideró volver a España. ¿Qué le hizo retroceder y quedarse?
Tareq. Una noche, cuando tenía casi decidido que me iba, la Policía, el fiscal y un psicólogo trajeron a un niño de 5 años al que habían utilizado para prácticas sadomasoquistas. Iban a trasladarle a Lima, a la unidad psiquiátrica de un hospital, pero esa noche necesitaba un lugar donde dormir. Pasó toda la noche gritando, así que de madrugada desperté a una señora que vendía helados y le compré uno de chocolate. Se calló. Pasaron semanas y cuando vinieron a buscarle dijo: «Me quedo aquí. Tengo que cuidar del padre Ignacio». Yo no había hecho nada, solo quererle.
Cristina Sánchez Aguilar
Con la colaboración de Obras Misionales Pontificias (OMP)