El rostro de Dios en Jesús - Alfa y Omega

El rostro de Dios en Jesús

Domingo de la 2ª semana de Cuaresma / Mateo 17, 1-9

Juan Antonio Ruiz Rodrigo
Transfiguración de Pedro Pablo Rubens. Museo de Bellas Artes de Nancy (Francia).

Evangelio: Mateo 17, 1-9

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo». Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».

Comentario

El Evangelio de este segundo domingo de Cuaresma nos presenta la Transfiguración del Señor según la versión de Mateo. Se trata de una escena al principio de la segunda parte de la misión de Jesús, que va a comenzar con el viaje a Jerusalén.

Al inicio de la misión de Jesús, nos encontramos con el relato de su Bautismo en las aguas del Jordán, donde se escuchan las palabras del Padre (que son las palabras que Dios dice a Abraham para que le entregue en sacrificio a su hijo: Gn 22, 2) y se contempla la venida del Espíritu Santo que desciende sobre Él. Es un anuncio del Hijo del hombre conducido a la muerte para salvar a los pecadores, con los cuales se ha hecho solidario en el Bautismo.

Sin embargo, al comienzo de la segunda parte de su misión se sitúa la Transfiguración de Jesús. El Espíritu Santo no va a descender, porque ya está dentro de Él. Ahora sale como luz, como gloria, como brillo. Y en este momento las palabras del Padre son iguales, pero con un añadido importante al final: «Escuchadlo». Resuena Dt 6, 4: «Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno». Es una invitación a escuchar a Dios, a escucharlo a Él en su voz. No es un simple profeta. Porque escuchar no es solo oír y obedecer, sino entregar el corazón. Por eso el Señor no se va a transfigurar delante de cualquier grupo, ni siquiera de los doce. Él va a elegir a los tres más íntimos, más cercanos. Es a ellos a los que está preparando para el gran testimonio. «Se los llevó aparte». Los separó del resto. Porque esa visión no era para todos: era para los grandes y decididos testigos.

Nos encontramos, así, con la vocación plena: la vocación de quienes han visto la gloria del Hijo de Dios (como dice san Pedro: «Fuimos testigos de su majestad»: 2 Pe 1, 16). Ellos ven el rostro del Señor, la mirada de Cristo, ese rostro transfigurado, con el Espíritu saliendo como gloria y como grandeza. Y en ese rostro comprenden muchas cosas: entienden en primer lugar la historia completa de la salvación.

Esta página evangélica de la Transfiguración del Señor cita a Moisés y a Elías: la ley y los profetas. Se trata de la historia de la salvación iluminada desde el rostro de Cristo. Es el gran foco, la gran luz que ilumina los pasos de Dios en la historia. De este modo, los testigos van a contemplar aquí el rostro de Dios en Jesús. Se van a encontrar con la lógica de la historia de la salvación, y algo más: sus personas.

Cuando Pedro, Santiago y Juan bajaron del monte ya no eran los mismos que cuando subieron. Habían sido transformados. Esa es la vocación. Y en este domingo el Evangelio nos habla de este tema tan importante. Dios llama, Dios aparta, y Dios potencia siempre a alguien para que sea su testigo, para que abra de par en par su intervención en la historia de la salvación.

La vocación no es solo una misión que Dios nos da. Termina en una tarea, pero es sobre todo la elección de alguien y su preparación, su transformación, para que sea capaz de esa tarea que Dios le quiere encomendar. Entonces no es simplemente una cuestión técnica. Dios no obra así, porque la persona para Dios no es un simple funcionario, sino alguien libre bajo el influjo de la gracia.

La vocación es, ante todo, el resultado de la oración del Señor al Padre. No elige Él según su sensibilidad, sino que lo tiene que hablar con el Padre, le tiene que contar quiénes lo rodean, qué sentimientos capta, qué posibilidades, qué señales de Providencia, qué gracias descubre en sus corazones, qué peligros… Únicamente, cuando ha orado profundamente es cuando llama a los discípulos y va eligiendo uno a uno a los doce (cf. Lc 6, 12-13).

Celebremos el segundo domingo de Cuaresma. Vivamos nuestra vocación con valentía y gratitud, sabiendo que la cruz es el camino del discípulo. A veces deseamos morar en el monte alto de la Transfiguración sin pasar por el Calvario, queremos la luz sin pasar por la oscuridad. Sabemos que no es posible. El Señor mismo tuvo que recorrer la subida al Gólgota para llegar a la Transfiguración, a ese monte definitivo que es la Resurrección. Jesús no nos reveló las razones profundas del sufrimiento, Él también lo asumió como una pregunta en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». Cuando la luz sea plena, cuando moremos en el monte alto de la casa de Dios, cuando vivamos cara a cara con Él, entonces el misterio será revelado. Pero no nos ha dejado solos, viene con nosotros en la subida al Calvario: es más, la camina continuamente, dándonos la oportunidad de vivir las penalidades y los dolores como senderos de conversión. Es muy diferente vivir el sufrimiento solo que pasarlo tomados de la mano, más aún sobre los hombros del Buen Pastor que entrega su vida por nosotros.