El primer recuerdo que tengo del Rosario es el de mi abuela rezándolo en la cama antes de dormirse. No sé cuántos pudo romper, pero estoy segura de que esos pequeños accidentes no habrán impedido que el rezo del Rosario le haya ayudado a llegar al cielo. En mi casa había montones de rosarios: en el cajón de una mesilla de noche, en un cofrecito, en una cajita de música… «Éste me lo regaló el tío Florencio antes de irse de misionero a Chile», decía mi madre, y aquello nos bastaba para que a nadie se le ocurriera deshacerse de él. El rosario blanco que mi hermano llevó en la Primera Comunión era, ante mis ojos de niña, de una belleza nacarada imposible de describir. También me fascinaba el de las cuentas de plástico fluorescente. Decenas de rosarios siguieron llegándome en el transcurso de los años a través de distintas personas: el de Lourdes, el de Fátima, el hecho con madera de olivo por los cristianos de Tierra Santa, el misionero con cada decena de un color… Incluso mi suegro, cuando se enteró de que su hijo salía con una chica pía me regaló, todavía sin conocerme, un rosario de cuentas moradas.
Durante muchos años, los rosarios significaron para mí una especie de colección de formas, colores, procedencias, tamaños… de la que me resultaba difícil prescindir, pero a cuyos elementos rara vez daba el uso que justificaba su existencia. Los reconocía a distancia como sagrados, pero rezar el Rosario no significaba todavía nada para mí. Desde que mi abuela había conseguido que la acompañara en alguna Avemaría, había pasado mucho tiempo. Aun como católica, el Rosario era para mí algo prescindible, todavía. Como a muchos, la repetición de una Avemaría tras otra me resultaba monótona y aburrida. No entendía, ni me gustaba aquella oración…, hasta que empecé a rezarla. Primero, en el grupo de jóvenes, un poco obligada por el cura, que todos los días lo rezaba después de la misa (y a ver qué guapo se escaqueaba). Luego, cuando no podía ir al grupo, lo rezaba sola en casa o caminando; incluso cuando me iba de vacaciones, aprovechaba algún paseo para cumplir con mi devoción.
Lo que comenzó siendo una oración repetida rutinariamente, fue calando en mi vida, poco a poco, con ese ritmo que acaba conquistando a las almas que se dejan envolver por la cadencia de esta oración del corazón. El rezo diario del Rosario se fue convirtiendo en una necesidad. Cada vez más iba descubriendo en él la oración de los sencillos, de los cansados, de los necesitados de consuelo… Y también la oración de los que, después de una dura jornada de trabajo, no están para grandes meditaciones, pero sí para contemplar algunos de los principales misterios de la vida del Señor, acompañados por su Madre, y para sumergirse en ellos como sin darse cuenta.
Cuando el Beato Juan Pablo II nos regaló la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, pude calar mejor en la hondura teológica y espiritual de esta oración, que el pueblo ha sabido captar de modo espontáneo. Entonces, el Papa decía: «¿Por qué no volver a tomar en la mano las cuentas del rosario con la fe de quienes nos han precedido? El Rosario conserva toda su fuerza y sigue siendo un recurso importante en el bagaje pastoral de todo buen evangelizador». Tenemos por delante octubre, el mes del Rosario, para descubrirlo.