Es rompedora la descripción del anuncio que Prudencia Prim encuentra en un periódico: «Se busca espíritu femenino, en absoluto subyugado por el mundo. Capaz de ejercer de bibliotecaria para un caballero y sus libros. Con facilidad para convivir con perros y niños. Mejor sin experiencia laboral. Abstenerse tituladas superiores y posgraduadas». El texto se carga de golpe varios de los mitos del hombre actual: el mundo como un fin en sí mismo, el valor de la lectura -¿todo audiovisual?-, el individualismo, la titulitis -¿por qué todos son universitarios o fracasados?- y la llamada experiencia. Es una genial declaración de principios.
Prudencia sabe que no cumple con los requisitos, pero hace el equipaje y viaja a una colonia francesa en la que viven personas que creen que escapan de los mitos actuales. Quiere comenzar una vida que le permita aclarar su mente y sus emociones… y encontrar el sentido de lo que hace. La señorita Prim busca encontrarse consigo misma -lo que ahora llamamos realizarse-, busca mejorar como persona, busca la belleza. Se dará de bruces con un hogar donde todo parece decrépito, donde los niños no se comportan como niños, pues hablan como adultos y aguantan el pulso de conversaciones absurdas para su edad; niños de siete años que escriben historias por entregas para sus hermanos.
Prudencia Prim empezará como bibliotecaria: ordenará y catalogará los libros del hombre del sillón, un tipo extraño, de creencias religiosas extremadas, carente de sensibilidad, nada delicado y dominante hasta la intolerancia. Poco a poco, irá enfrentándose a su nueva realidad, abordando conversaciones tan irónicas como inteligentes con su interlocutor, buscando constantes retos intelectuales. Y aportando el valor de las emociones, donde sólo moran las razones. Prudencia no era niñera cuando llegó… y se dejó ganar por la verdad de lo transparente.
Esta novela nos presenta una sociedad quizá deseable, un lugar en el que compartir las penas y las dificultades de los demás, incluso sus problemas. También aborda cuestiones como la solidaridad -sin manosear la palabra-, la amistad -la de verdad-, el amor, el matrimonio, el valor de los detalles y el de las cosas aparentemente pequeñas. Nos recuerda que conviene mirarse en el espejo del interior, donde no cabe ni el engaño ni las falsas justificaciones. Y nos dice, con otras palabras, que el amor, o es gratuidad, o no es amor.
Natalia Sanmartín Fenollera
Planeta