El quejío, por Ricardo Ruiz de la Serna - Alfa y Omega

Decía Manolito el de María que «canto porque me acuerdo de lo que he vivido». Quizás porque el cante jondo está estrechamente vinculado a la memoria y al dolor tiene ese poder sugestivo y conmovedor que supera las fronteras y pone los pelos de punta. He aquí el poder del quejío.

Todos hemos sentido alguna vez, si no lo hemos preferido directamente, ese grito que brota de las entrañas del sufrimiento. Tía Anica la Piriñaca declaró que «cuando canto a gusto me sabe la boca a sangre». El flamenco da forma a ese dolor que sentimos cuando lloramos una pérdida y, así, lo conjura.

Yo sospecho que algo así como un quejío hondísimo y estremecedor debió de ser el llanto de Raquel por sus hijos o el de la Virgen María, huérfana de Hijo, cuando descendieron a Jesús de la Cruz y ella lo sostuvo en los brazos. Si la Piedad tuviese una voz, tal vez sonaría un quejío que hiciese temblar los cielos y la tierra. No es absurdo imaginar que, justo antes de desmayarse como la muestra Van der Weyden en el Descendimiento, María lanzase un grito que contenía todas esas cosas que ella venía guardando en su corazón.

Ahora bien, un quejío puede revelar el padecimiento, pero puede ser al tiempo un grito de victoria. Cristo vence a la muerte y alza la voz de tal modo que un centurión romano dice «verdaderamente este hombre era hijo de Dios».

En el flamenco, pues, resuena un grito de pena como una soleá o una saeta de esas que se cantan en Semana Santa al paso de los Cristos sufrientes. Sin embargo, como el quejío, ese Cristo con la cruz a cuestas o clavado en ella como un malhechor no representa el triunfo de la muerte, sino la afirmación de la vida. También en el quejío podemos, pues, preguntar con san Pablo: «Muerte, ¿dónde está tu victoria?».