El quejío definitivo
El flamenco tiene esa virtud. Cuando todo parece perdido queda un último aliento, una pequeña luz que lo prende todo para que renazca y vuelva a la vida
Se va a cumplir el centenario del Concurso de Cante Jondo que se celebró en el patio de los Aljibes de la Alhambra en 1922, inspirado por Miguel Cerón y Manuel de Falla. Con este marco, el Instituto Cervantes presenta estos días el Congreso Mundial del Flamenco, como recuerdo y alabanza de aquel concurso que se constituyó «como el primer catalizador de una cosmovisión del flamenco que ha llegado hasta nuestros días», tal y como asegura la institución.
Desde aquel certamen de hace casi 100 años, el arte de Tomás el Nitri, Vallejo, Mairena, Camarón y Fosforito se ha abierto paso y ha reclamado el puesto en la cultura universal que, por derecho propio, le corresponde. Se le han abierto las puertas de los teatros. Tiene cátedras universitarias y colecciones de libros. Le rinden honores museos y centros de estudio.
Y el cante grande sigue desplegando una fuerza irresistible.
En el fondo de este tiempo nuestro de dolor y muerte resuena un lamento. Cuentan que, a Manuel Torre, tan querido por Lorca, le sobrevino un vómito de sangre después de cantar una siguiriya. Espero que, en el congreso, los flamencos canten por deblas, martinetes y carceleras para dar cuenta de la pena que hoy nos atraviesa y de la esperanza misteriosa que palpita en ella.
La Biblia está llena de quejíos. Así sonó el grito «fuerte y lleno de amargura» de Esaú al descubrir que había perdido la primogenitura por un plato de lentejas. En esa voz oscura retumba el llanto de Raquel, que llora a sus hijos y no tiene consuelo porque los ha perdido. Quejíos lanzan los profetas ante la injusticia. No puedo imaginar sino un quejío largo, profundo y oscuro en los labios de la Virgen María cuando descendieron el cuerpo de su Hijo crucificado como un malhechor. Miguel Ángel esculpió una Piedad serena en su pena infinita, pero a mí me gustaría que un escultor flamenco hiciese una Virgen del Quejío, porque es eso lo que nos brota de bien adentro cuando perdemos a los que más amamos.
Pero al tiempo que llora, el flamenco exalta la vida. Quizás por eso me gusta tanto. Bueno, en realidad, no siempre me gusta, pero lo necesito siempre. Nadie puede vivir contemplando siempre su propia tristeza. El cante, el toque y el baile nos rescatan de esa tiniebla y nos toman de la mano para devolvernos la luz, el calor y la sangre, que era el sabor que sentía Tía Anica la Piriñaca cuando cantaba a gusto.
Podríamos pensar que el último grito, el padre de todos los quejíos del mundo, lo profirió Jesús en la cruz antes de morir. Sin embargo, hay algo sospechoso en ese sonido que parece de muerte. Un centurión romano reconoció que «¡verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios!». Ese soldado debía de haber visto muchas cosas. Quizás había librado ya muchos combates. No sabemos a cuántos había matado ni a cuántos había visto morir. No sería la primera crucifixión que presenciaba. Tal vez detectó en ese último alarido un eco que no era de derrota, sino de victoria.
El flamenco tiene esa virtud. Cuando todo parece perdido queda un último aliento, una pequeña luz, una llamita flameante que lo prende todo para que renazca y vuelva a la vida. Tal vez por eso me parece tan propicio para estos días.
¡Cristo ha resucitado!