El que hace la diferencia - Alfa y Omega

La felicitación navideña a la Curia romana ofrece cada año una descripción precisa y articulada de los acentos que el Papa quiere imprimir a su guía. En su reciente discurso, Francisco nos pone en guardia ante el peligro de juzgar precipitadamente a la Iglesia por las crisis que causaron los escándalos de ayer y de hoy. Nos puede ocurrir como al profeta Elías, que pensaba que no había quedado un solo israelita digno (aparte de él, naturalmente). Realismo no significa desesperanza, y Dios sigue haciendo germinar su semilla entre nosotros, apunta el Papa. Sucede que, a veces, tenemos telarañas en los ojos.

Francisco repudia la explicación de la Iglesia con las categorías de conflicto (derecha e izquierda, progresista y tradicionalista) porque eso traiciona su verdadera naturaleza. Y advierte de que «la Iglesia es un Cuerpo perpetuamente en crisis, precisamente porque está vivo, pero nunca debe convertirse en un Cuerpo en conflicto, con ganadores y perdedores». Activar los conflictos no tiene nada de eclesial, aunque unos y otros lo hagan en el sacrosanto nombre de la reforma. Lo que esta necesita, a su juicio, es dar espacio a la novedad que el Espíritu suscita constantemente.

Cita a Benedicto XVI, según el cual la tradición «es el río vivo en el que los orígenes están siempre presentes… que nos lleva al puerto de la eternidad». Hay cosas que cambiar para poder ser fieles al origen, como observaba agudamente el cardenal Newman, pero ese cambio no debe venir de nuestras pugnas y reproches sino de dejarnos guiar por el Espíritu Santo. Y aquí llega la advertencia más seria que Francisco viene reiterando sin demasiado éxito: si en lugar de hacer referencia a la comunión que genera el Espíritu, concebimos a la Iglesia como una asamblea democrática formada por mayorías y minorías, no avanzaremos un palmo en la verdadera reforma. «Solo la presencia del Espíritu hace la diferencia». Y en este sentido, observa con decisión y un punto de humor que, ante cualquier crisis, «es fundamental no interrumpir el diálogo con Dios… aunque sea agotador». Si quitamos a Dios (en la práctica, se entiende) nuestro compromiso eclesial se vuelve una mentira.