«Volvemos a ser libres», me dijo el arzobispo Pedro Meurice en Santiago de Cuba, el domingo 24 de enero de 1998. Faltaban pocas horas para la histórica Misa de san Juan Pablo II en Oriente, provincia en la que se encuentra el santuario de la Virgen de la Caridad del Cobre.
«Volvemos a ser libres». Así de simple y así de complejo, porque en Cuba casi nada es lo que parece. Finge ser una isla y, en realidad, es un archipiélago. Dice ser una democracia, pero es una dictadura. Ahora y entonces, hace un cuarto de siglo, cuando el Papa polaco aterrizó en La Habana para iniciar una peregrinación de cinco días. Un viaje inaudito que viví en primera persona y en el que reviví la emoción de volver a la tierra de mi familia.
Nuestro grupo de viajeros lo comandaba Pedro Capdevila, célebre párroco de San Juan Crisóstomo, en Madrid. Un sacerdote listo y agudo, anfitrión generoso para todos los cubanos que pasaban por la capital. En el avión llevábamos las casullas de la Eucaristía y tres grandes ánforas para el crisma y los santos óleos. En las mismas cajas, sin declarar, también iban medicinas, rosarios, evangelios y otros libros que había pedido Meurice.
Al salir del aeropuerto, nos dieron el alto. «¿Qué llevan ahí, compañeros?», pregunto el policía señalando los baúles de madera donde iba todo embalado. «¿Ahí? ¿Dónde?», preguntamos nerviosos. «En las cajas». ¿Qué hacer? ¿Confesábamos todo el contenido? ¿O solo lo que oficialmente llevábamos? «Hay que pasarlo por el escáner», ordenaron. La suerte parecía echada, pero no fue así porque las enormes cajas no cabían en la máquina. Ahí Capdevila intervino con pericia de cura viejo y, dirigiéndose a sus compatriotas, afirmó: «Ya ustedes saben, cosas de Iglesia. No hay peligro». Al final, nos dejaron pasar, demostración de que la providencia viajaba con nosotros.
Al día siguiente, llegamos a Santiago, víspera de la Misa en esta ciudad. Yo me quedaba en el reparto de Sueño, muy cerca de la enorme plaza de Antonio Maceo, lugar de la celebración. La misma mañana de la Eucaristía, a las siete, me acerqué al Arzobispado. Monseñor Meurice me recibió en guayabera y me ofreció café. «Un dedalito, no te vayas a poner nervioso, que vienen emociones fuertes». Pensé que lo decía por el saludo al Papa que íbamos a tener al mediodía. Sin embargo, él hablaba de otra cosa. Entonces, no lo entendí; más tarde, sí. Lo supo también toda Cuba, la de dentro y la de fuera. Literalmente.
Acabado nuestro encuentro, me pidió que me quedara. Él salió del despacho mientras yo me columpiaba en un balance, que es como llaman los cubanos a las mecedoras. Volvió con unos papeles, se sentó con calma y me miró durante un rato. En silencio. «Voy a leerte una cosa, a ver qué te parece». Al terminar, volvió a mirarme, quizá con alivio. Yo, impactado, le dije: «No ha dicho ni una sola mentira». Esbozó una sonrisa, apagó su Popular —tabaco negro de la peor calidad— y comentó: «Mentir está mal, pero delante del Papa…».
El resto de esta historia es Historia. Meurice acababa de leerme su discurso de bienvenida al Pontífice. Un texto valiente e inesperado, que no enseñó a nadie: ni a la prensa, ni al Gobierno, ni a la Secretaría de Estado. «Yo voy a ser el único responsable. No quiero comprometer al Papa, pero tampoco callarme y ahora que el mundo escucha, hablaré». Esa petición se la había hecho su predecesor, Enrique Pérez Serantes, en la Semana Santa de 1968, justo antes de morir: «A mí me taparon la boca, Pedro, pero el día que tú puedas hablar, habla. Y que el mundo te oiga».
Pocas horas después, el discurso episcopal aleteó sobre la plaza Maceo como si fuera el espíritu de Dios sobre las aguas. «Deseo presentarle, Santo Padre, a todos aquellos cubanos y santiagueros que no encuentran sentido a sus vidas, que no han podido optar y desarrollar un proyecto de vida por causa de un camino de despersonalización que es fruto del paternalismo, […] cubanos que han confundido la patria con un partido, la nación con el proceso histórico y la cultura con una ideología». Sus críticas al régimen no eran nuevas, pero hacerlas delante del Papa suponía un altavoz formidable.
Raúl Castro, al que yo tenía sentado a unos diez metros, tamborileaba con la mano derecha, pero su rostro era de piedra. No se inmutó, ni siquiera cuando el pueblo pidió libertad. A gritos y reiteradamente. «¡Libertad! ¡Libertad!». Medio millón de personas lo escuchó en directo y cientos de miles más por televisión. Por primera vez en cuatro décadas, se rompía el guion de hierro del Partido Comunista de Cuba. El pueblo hablaba. Un pueblo que había perdido el miedo. Tal y como había demandado Juan Pablo II en 1978 desde el balcón de la logia de San Pedro. «No tengáis miedo. Abrid las puertas a Cristo».
Hace 25 años, miles de cubanos entreabrieron esas puertas. Aún falta que las abran del todo.