El problema no es Francisco - Alfa y Omega

El caso de las monjas clarisas de Belorado y Orduña excede el escándalo y el esperpento. El abandono de la Iglesia católica con portazo incluido podemos verlo como un síntoma. No es el primer caso ni —por desgracia— será el último. Hay una serie de grupos y corrientes que se sitúan de facto en una postura cismática, pasando de la crítica constructiva al ataque y, de este, a la ruptura de la comunión. Lo que acaba de pasar en el norte de España nos lo recuerda.

Ahora se están haciendo muy populares los que rechazan a Francisco, tildándolo de usurpador, impostor, antipapa y mil cosas más. El resumen de sus «argumentos» es que la sede de san Pedro quedó vacía tras la muerte de Benedicto XVI, que habría sido el último Pontífice legítimo. Pero si miramos atrás, encontraremos videntes que hace dos décadas aseguraban recibir mensajes del cielo que afirmaban que el último Papa válido sería Juan Pablo II y, después de él, un antipapa y enseguida, el Anticristo.

Podemos seguir retrocediendo y recordar cómo, a la muerte de Pablo VI, en la secta del Palmar de Troya dijeron recibir de Jesucristo el nombramiento de un nuevo pontífice (su líder, Clemente). Y otros se remontan hasta Pío XII como último obispo legítimo de Roma, como las monjas que centran la polémica estos días —influidas claramente por una pequeña secta autóctona—. O como parece que se ha situado también el arzobispo italiano Carlo Maria Viganò, que se habría hecho «reordenar» en sus grados ministeriales «por si acaso».

Efectivamente, el problema no es Francisco. En el fondo, tampoco lo es el Concilio Vaticano II, que para muchos de estos grupos es la suma de todos los males sin mezcla de bien alguno. Porque rupturas las ha habido siempre. Las cuestiones que están en juego son la humildad y la obediencia a la voluntad de Dios y a su mediación a través de la Iglesia, con todos sus errores e imperfecciones —sobre todo en las personas que detentan cargos y servicios—, con los que deberíamos contar.

El problema está en el sentimiento de superioridad, en el elitismo de raíz gnóstica que desprecia a los demás, en una mezcla fatal de intransigencia e intolerancia. Un fanatismo que hace que algunos se crean los guardianes de la Tradición, arrastrando a otros en su delirio mesiánico.

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