El pórtico de la Semana Santa
Domingo de Ramos / Evangelio: Lucas 23, 1-49
Es Domingo de Ramos, el pórtico de la Semana Santa, la semana mayor de los cristianos, en la que vamos a celebrar la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Un año más, entraremos de lleno en el misterio que es el corazón de nuestra fe: seguiremos de cerca al Señor en su entrada triunfal en Jerusalén, penetraremos en los sentimientos de Cristo, que intuyen las oscuras cavilaciones del sanedrín judío y la cobardía cómplice de las autoridades romanas. Viviremos con Jesús la angustia del prendimiento, el amargo dolor de la flagelación, de la coronación de espinas y del camino hacia el Calvario, la soledad y el abandono del Padre en la cruz, y también la inmensa alegría de su Resurrección en la mañana de Pascua.
En el Domingo de Ramos proclamamos lecturas preciosas que merecen comentarios profundos. Es tan bella la liturgia de este día que basta dejarse llevar por ella para acceder al mensaje del misterio que celebramos.
La primera lectura está tomada del profeta Isaías: el tercer canto del siervo, que tanto nos impresiona en la liturgia del misterio pascual. Habla del discípulo que recibe la palabra para poder consolar al que está agobiado, y que esa palabra que él ha recibido al abrir de verdad el oído del corazón le va a poner frente a unos enemigos que le golpean, le tiran de la barba, le ofenden, escupen… Este canto presenta al siervo sufriente como el oyente de la Palabra, el que escucha atentamente la voluntad de Dios. ¡Qué bonito canto! ¡Y qué profético! ¡Cómo encierra en unos versos prácticamente toda la historia de la salvación!
Esta lectura, que apunta al sufrimiento, viene respondida por el salmo 21 (22): «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Es un salmo muy especial, en primer lugar, por el contenido: el siervo, el hombre justo, que está en una situación de sufrimiento en el límite y que, sin embargo, continúa fiel a Dios. Pero, sobre todo, es importante para nosotros este salmo porque lo rezó Jesús en la cruz: es la oración que conservamos de Él. Es cierto que el Evangelio solo cita la primera frase («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»: Mc 15, 34; Mt 27, 46), y que incluso algunos –quedándose en estas palabras– han interpretado el grito de Jesús como cercano a la desesperación, como si en ese momento hubiera acogido en su alma todo el sufrimiento del condenado para pagar por él. Aunque puede haber parte de esto: de solidaridad con el hombre que está en el borde de la esperanza, la lectura completa del salmo nos indica otra cosa: es un salmo de esperanza en el límite del sufrimiento. Después de narrar una situación imposible, insufrible, se abre a la esperanza y grita su confianza en Dios: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
En el Evangelio encontramos la lectura de la Pasión. Es la primera vez que se lee la Pasión completa en estos días. Es una lectura para meditar durante muchas horas. Hay tantos detalles en este amplio relato de la Pasión de Jesús: la Cena, la traición, Pedro, el juicio religioso y civil… Nosotros nos centraremos en ese grito de Jesús: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Y nos fijaremos en el grado de soledad, de abandono, de tristeza.
La cruz tiene mucho contenido. Y una de sus grandes dimensiones es la soledad, la no compañía: ni de Dios ni de los hombres. La soledad en el corazón de Jesús es tremenda. Sus discípulos le han abandonado: uno le ha traicionado, otro le ha negado… Jesús desciende a los infiernos de la soledad, del abandono, de la miseria. Su cruz es un descenso a la tristeza, a las burlas de lo más profundo que Él había mostrado al hombre. La cruz es un gran signo del exilio de Dios: Dios es el gran exiliado por amor al hombre. El hombre expulsado del «paraíso» –porque él se ha expulsado– va a tener ahora una compañía: la compañía de Dios que se expulsa del «paraíso» por amor y con amor.
¡Qué mejor súplica a Dios para estos días que pedirle que introduzca en nuestros corazones los sentimientos de su Hijo en la cruz, como la carta de san Pablo a los filipenses! ¡Sería un regalo tan hermoso! Que el Señor nos conceda los sentimientos de Cristo, que penetren en nuestro corazón, que se hagan carne de nuestra carne, que suframos con Él y en Él, que sintamos en sus sentimientos. ¡Qué Semana Santa sería más distinta! ¡Y qué vivencia del misterio pascual tan hermosa! Solo entonces el Señor nos hará comprender el sentido tan profundo de aquello que miramos y contemplamos: la cruz.
En aquel tiempo, Pilato le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Él le responde: «Tú lo dices». Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente: «No encuentro ninguna culpa en este hombre». […] Pilato, al oírlo, preguntó si el hombre era galileo; y, al enterarse de que era de la jurisdicción de Herodes, que estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días, se lo remitió. […] Herodes, con sus soldados, lo trató con desprecio y, después de burlarse de él, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. […] Pilato, después de convocar a los sumos sacerdotes, a los magistrados y al pueblo, les dijo: «Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo; y resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas de que lo acusáis; pero tampoco Herodes, porque nos lo ha devuelto: ya veis que no ha hecho nada digno de muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré». Ellos vociferaron en masa: «¡Quita de enmedio a ese! Suéltanos a Barrabás». […] Pilato volvió a dirigirles la palabra queriendo soltar a Jesús, pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». […] Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad. Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús. Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que vienen días en los que dirán: “Bienaventuradas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado”. Entonces empezarán a decirles a los montes: “Caed sobre nosotros”, y a las colinas: “Cubridnos”; porque, si esto hacen con el leño verde, ¿que harán con el seco?». Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él. Y cuando llegaron al lugar llamado La Calavera, lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suertes. […] Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso». Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y, dicho esto, expiró.