Imagínalo, solo por un momento. Si en lugar de haber despertado hoy en tu casa, lo hubieras hecho en Malawi o en alguno de los campos de refugiados que emborronan el mundo, puede que en lugar de esquivar los juguetes recién estrenados de tus hijos, estuvieras aguardado una cola inmensa para poder recibir un cubo de agua y unas medidas de arroz y aceite con las que alimentar a los tuyos. En nuestro mundo podemos comprar lo que se nos antoje, pero afortunadamente hay cosas que no podremos adquirir jamás. Aquí tienes un ejemplo. La mirada de este niño no tiene precio. Pongamos que se llama Abdú. El pequeño, de no más de 7 años, mira satisfecho a la cámara junto a su balón fabricado con cientos de plásticos recogidos de la basura y enrollados hábilmente con una cuerda. En este balón se baraja la noche y la luz del mundo. Tanto orgullo abruma. Abdú se siente más digno que cualquier Messi o Ronaldo aferrado a su balón de oro. Y es precisamente este señorío, en medio de la nada, el que nos recuerda que aún estamos a tiempo de transformar los muñones de una guerra –las generales, y las de cada uno– en esperanza de futuro. El mundo se divide también entre los niños que se sienten afortunados jugando con unos plásticos y los que tienen la mala fortuna de echar siempre en falta ese regalo que Papá Noel, el Niño Jesús o los Reyes Magos olvidaron en sus mochilas. Queremos darles todo y nos olvidamos de lo esencial. Mientras en el norte llueve, los políticos se pelean y los gobiernos intentan organizar el desconcierto, en algún minúsculo rincón de África, Irak o Siria, pequeños como el de la foto están impartiendo una lección de fuerza y dignidad a una Europa desalentada y egoísta. El prodigio de un balón hecho con plásticos ilumina idénticamente ambos lados del mundo. Menos mal que la esperanza siempre se yergue perpendicular a la miseria.