El poder de lo que no sirve para nada - Alfa y Omega

El poder de lo que no sirve para nada

María llena ese espacio de un algo inútil repleto de sentido. Enseña música, que es el lenguaje del silencio, que transforma vidas desde la aparente ineficacia, que orienta las sonrisas de estas niñas hacia algo más grande

Guillermo Vila Ribera
Foto: Fundación para la Acción por la Música.

Explica María Guerrero que mientras realizaba un voluntariado en Santo Tomé y Príncipe, en África, se dio cuenta de que uno de los momentos más importantes del día era cuando cantaban todos juntos al anochecer. «Vas a un sitio a hacer cosas útiles por las personas y te das cuenta de que lo más importante que has hecho es algo tan inútil como cantar», afirma en una entrevista en Alfa y Omega a raíz de su participación el pasado fin de semana en el Congreso de Escuelas Católicas. 

Ya explicó Nuccio Ordine que nuestro mundo lo había instrumentalizado todo: de la economía a las humanidades, del trabajo a las relaciones personales. En La utilidad de lo inútil, abogaba por redefinir lo que se considera útil. Y a eso es precisamente a lo que se dedica la Fundación para la Acción por la Música, la entidad que preside María Guerrero y que ayuda a jóvenes en riesgo de exclusión a través de esta arte. No para sacarlos de sus contextos y ponerlos en auditorios selectos, sino para que el poder transformador de la música —que es un proceso de búsqueda de la belleza— quede arraigado en su corazón y, así, irradie en su vida en todas direcciones. 

La educación es siempre una apuesta arriesgada, porque no cotiza a corto plazo. Cualquier maestro sabe que lo que le define es el alumno. Yo recuerdo mucho a Miguel, que me enseñaba Filosofía en el aula y vida fuera de ella. Él es un hombre muy formado y no debía tener demasiado tiempo. Sin embargo, se pasaba las horas conmigo, un chaval que andaba perdido y que tenía muy poco que aportar a alguien como él. Pero no parecía importarle: hablaba conmigo, me escuchaba, tomábamos un café y luego otro, algunos compañeros de clase iban y venían a nuestras charlas; a veces íbamos de paseo al campo y leíamos poemas o nos juntábamos para hacer una barbacoa. Y en todo ese camino yo no era consciente de estar siendo instruido. 

Después de aquello, di muchas vueltas, cometí infinitos errores y me caí unas cuantas veces. Pero a los diez o 15 años, un día me descubrí haciendo algo bueno, leyendo el libro adecuado, escuchando a un joven que lo necesitaba, respetando lo sagrado. Ese día recordé aquellas horas de Miguel y supe que no fueron perdidas. Y, sobre todo, me di cuenta de que él sabía que no las estaba perdiendo, que sembraba en una tierra que intuía fértil. 

Y a eso se dedica María: a apoyar a chavales cuyos padres no pueden o no saben dedicarles el tiempo que necesitan, a llenar ese espacio de un algo inutil repleto de sentido. Les enseña música, que es el lenguaje del silencio, que transforma vidas desde la aparente ineficacia, que orienta las sonrisas de estas niñas hacia algo más grande que ellas. Dentro de unos años puede que se acuerden de María, como yo de Miguel, con la certeza de que todos estos minutos no fueron perdidos. Ese tiempo es una semilla que un día despertará.