Reflexiono estos días en torno al poder del lenguaje. Preparando una intervención en la UNAV sobre el respeto en los medios de comunicación, hago el ejercicio inicial de analizar el respeto en las palabras que lanzamos en nuestro día a día. No solo en las temidas redes sociales. También en el saludo al vecino. En los buenos días al portero. En las gracias al conductor del autobús. Cómo todo cambia si van —las palabras— acompañadas de una sonrisa o la mirada levantada. En las relaciones personales separo la claridad de la dureza, aunque debo ser de las últimas defensoras de la asertividad, tan denostada últimamente en pro de un buenismo que no nos hace crecer, sino regodearnos en nuestros complejos y autoafirmaciones. Pienso también en cuántas veces utilizamos el lenguaje en nuestro beneficio, para tratar de herir escondiéndonos en un falso relato de verdad: si yo te digo a ti lo que creo, estoy siendo sincero. Si me lo dices tú a mí, me estás faltando al respeto. ¿Cómo medimos entonces los límites del poder de la palabra? Dependiendo de quién la diga o cómo la diga la calificamos de sanadora o de generar enfermedad, llenos de prejuicios. Sin sentido crítico y mirada generosa, el fin último será el silencio.