El Pilar que salva a los que dudan
La tradición que habla de la llegada de la Virgen a Zaragoza hunde sus raíces en la oscuridad de los siglos, y por los siglos se ha mantenido inalterada. Lo que se predicaba en la Cesaraugusta romana allá por el año 130 (de tal fecha son los restos arqueológicos más antiguos encontrados en torno a la actual basílica del Pilar, una de las referencias más antiguas que se conservan de las primeras comunidades cristianas de Hispania), es lo mismo que en 2015 se transmite de padres a hijos. Y el relato es el que sigue.
Tras haber escuchado de labios de Cristo resucitado el mandato de evangelizar hasta los confines del mundo (el mismo mandato que el evangelista Marcos dejaría escrito en torno al año 68), Santiago el Mayor, uno de los más estrechos amigos de Jesús y cuyo carácter impetuoso y bravío le habían valido el apodo de boanerges («hijo del trueno»), se embarcó literalmente hasta el finisterrae, que por entonces se ubicaba en la costa occidental de Hispania. Tras tomar tierra seguramente por el puerto de Cartagonova (hoy, Cartagena), Santiago recorrió las tierras hispanas anunciando el Evangelio, proclamando que el crucificado había resucitado, y anunciando que por su muerte en cruz el Mesías había redimido los pecados de los hombres.
Una de las grandes urbes hispanas
Corría el año 40, justo hace 1975 años. Cartagonova pertenecía a la provincia hispánica de Tarraconova, que junto a la Bética y a la Lusitana formaban la distribución administrativa del Imperio en la Península. Por eso, como harían otros apóstoles en sus viajes y el mismo Pablo de Tarso, Santiago se dirigió a las grandes urbes de la provincia para evangelizar. Y entre estas destacaba Cesaraugusta.
Los conversos, sin embargo, se contaban a cuentagotas, y aunque unos siete hombres y mujeres se bautizaron y decidieron acompañar a Santiago, fueron muchos más los que se reían de él. La testarudez de los hispanos hizo desesperarse a aquel pescador galileo que había cruzado el mundo conocido para anunciar a Cristo. Exhausto y desanimado, Santiago rompió a llorar a orillas del Ebro. Pero, de modo similar a lo que le había ocurrido en Pentecostés, un viento impetuoso sacudió su rostro y tuvo una visión: la Virgen María, en carne mortal –pues seguía viva en Éfeso, con Juan, el hermano de Santiago– descendía sobre una columna de luz y lo animaba en su misión. Tras prometerle el auxilio de su Hijo, María mostró a Santiago un pilar de jaspe para explicarle que la fe de aquellos que entonces le rechazaban sería algún día firme como la roca; que ella misma sería pilar de apoyo para quienes dudasen o sufriesen a causa de la fe, y para pedirle que allí construyese un templo para su Hijo.
Concluida la visión, permaneció el Pilar. Y en torno a él, los bautizados por Santiago hicieron una capilla, tenida por el primer templo mariano del mundo. Atanasio, discípulo de Santiago, permanecería un tiempo en Zaragoza haciendo las veces de obispo.
La posterior división del Imperio romano en reinos godos, la invasión musulmana, la Reconquista, la unificación de las coronas de Castilla y Aragón, el Imperio español, la evangelización de América, las guerras napoleónicas y carlistas, la persecución republicana, la Guerra Civil… Dos mil años de historia se han sucedido ante el Pilar de la Virgen, que nunca ha sido movido de lugar aunque la basílica que lo alberga haya ido cambiando con los siglos. Revestida de bronce y plata para no dañarla, hace 250 años que en torno a la columna se erigió su actual capilla, dentro de una basílica en cuyo techo impactaron tres bombas en 1936…, y ninguna estalló.
Por los 1975 años de la aparición mariana, la archidiócesis de Zaragoza ha celebrado un Año Jubilar Pilarista, que concluye el día 12. Un día en el que, como desde aquel año 40, miles de peregrinos acudirán a la Madre del Pilar en busca de lo que le dio a Santiago: consuelo, ánimo, alegría y fe.
A ti confío las necesidades de todas las familias de España. Aumenta nuestra fe, fortalece nuestra esperanza, reaviva nuestra caridad. Socorre a los que sufren desgracias, a quienes sufren la soledad, la ignorancia, el hambre o la falta de trabajo. Fortalece a los débiles en la fe. Despierta en los jóvenes la disponibilidad a entregarse a Dios.