El pecado que nos separa de Dios y nos aleja de la comunidad
6º domingo del tiempo ordinario
Siguiendo la tónica de las últimas semanas, vamos a asistir a un nuevo signo del Señor en este domingo, último del tiempo ordinario antes de empezar el itinerario cuaresmal, periodo en el que se interrumpirá el ritmo de lectura continua de san Marcos. Si desde hace varios días nos hemos acercado a algunos ejemplos de curaciones, como eran la liberación de un poseído por un espíritu inmundo y el restablecimiento de la suegra de Pedro, cerramos esta primera etapa de domingos con la sanación de un leproso.
El pasaje de libro del Levítico que leemos como primera lectura nos adelanta algunos datos significativos para comprender el alcance de este padecimiento. Aquel que estuviera aquejado de lepra, provocada por una llaga a causa de una inflamación, erupción o mancha en la piel, debía ser diagnosticado por un sacerdote. A diferencia de cualquier otra afección –que podía fomentar en los demás el deseo de ayudar a sobrellevar el mal, acompañando o cuidando al enfermo– los que eran golpeados por la lepra no solo tenían que aguantar los sufrimientos físicos asociados a este mal, sino que también eran marcados como impuros y, por lo tanto, se les excluía automáticamente de la comunidad social y religiosa. Además, debían vivir solos y alejados del resto, vistiendo «con ropa rasgada y cabellera desgreñada», según estipulaban las reglas de pureza legal judías. Así pues, esta dolencia, aun no conduciendo normalmente al afectado a la muerte, sí que lo convertía en una persona apestada, humillada y condenada a ir declarando en público su impureza allá donde fuera. Precisamente, este cuadro nos va a permitir contemplar la acción de Jesús con mayor intensidad, debido al contraste de su acción con respecto a lo que, según las prescripciones israelíticas, debiera haber hecho.
«Extendió la mano y lo tocó»
En este sentido, lo último que se esperaba de quien se encontrara ante sí a un leproso en la Judea del siglo I era el contacto físico. Y, justamente, es lo primero que realiza Jesús al ver la confianza de este hombre en su poder salvador: «Extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero: queda limpio”».
Aparte de constatar, especialmente en las escenas de curaciones, que en el modo de realizar la salvación de Jesús los gestos y las palabras aparecen intrínsecamente unidos entre sí, la escena manifiesta el motivo de la actuación del Señor: la compasión, término que nos desvela de golpe cómo se conmueve el corazón del Hijo de Dios ante quien ha puesto su fe en Él a través de la súplica confiada: «Si quieres, puedes limpiarme». Al mismo tiempo, es iluminador comprender este pasaje en el marco de la historia de la salvación y, en concreto, en el modo en el que Dios se ha aproximado al hombre, asumiendo nuestra naturaleza humana y no teniendo reparo en compartir la vida y las circunstancias de todos los hombres, especialmente de aquellos que más sufren. Al igual que ocurre con el encuentro con la samaritana, con Zaqueo o con una mujer pecadora, Jesús no solo nos enseña una manera de acercarnos sin excusas o prevenciones exageradas a nuestro prójimo; nos está manifestando, asimismo, lo que lleva a cabo con cada uno de nosotros.
Hoy en día es inadmisible considerar la lepra u otra enfermedad como una venganza divina a causa del pecado. Sin embargo, es posible entender la enfermedad del espíritu, el pecado, como una lepra, que nos separa de Dios y nos aleja de la comunidad, provocando que nos autoexcluyamos, «viviendo solos y poniendo nuestra morada fuera del campamento», en palabras del Levítico a propósito de los leprosos. Esta curación nos enseña que para quedar limpios es necesario únicamente acudir a Jesús «suplicándole de rodillas», para ser reincorporados, a través de los sacramentos, a la vida de la Iglesia. Por último, podemos comprender el efecto de esta acción del Señor: un deseo irrefrenable de pregonar y divulgar la salvación que ha tenido lugar, hecho que constata que quien se ha encontrado con el Señor siente la necesidad de anunciarlo a los demás.
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme». Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio». La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio». Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a Él de todas partes.