El Papa se despide de Perú: «El Reino de los cielos está donde pongamos un poco de ternura y compasión»
En su última celebración eucarística en Lima, Francisco pide más «profetas» para que los «sobrantes humanos» de las grandes ciudades puedan «llevar una vida digna»
Con un nuevo baño de masas es la Base Aérea Las Palmas (Lima) el Papa se ha despedido este domingo de Perú. Cuatro días de gran fervor popular, en contraste con momentos más delicados y de mayor frialdad durante la primera etapa del viaje, en Chile.
Eso no le ha impedido a Francisco abordar temas delicados en sus intervenciones. Como cuando denunció la corrupción ante el presidente Kuczynski, o al señalar males endémicos del país (y en buena medida, de toda América Latina) como el machismo o el desprecio a las comunidades originarias.
También en esta última Misa en Lima señaló una de las heridas abiertas más profundas de Perú: las enormes desigualdades en las ciudades, con «situaciones de dolor e injusticia» que dejan a muchas personas en la situación de «no ciudadanos», «ciudadanos a medias» o «sobrantes urbanos». Personas —dijo el Papa— «que están al borde de nuestros caminos, que van a vivir a las márgenes de nuestras ciudades sin condiciones necesarias para llevar una vida digna», a menudo tras verse obligados a emigrar a grandes urbes incapaces de absorber con unas mínimas condiciones a millones de personas expulsadas del campo por falta de alternativas o la irrupción de grandes empresas biotecnológicas o extractivas que han acabado en muchos lugares con formas de vida tradicionales. Entre esos «sobrantes humanos» abundan los «rostros de tantos niños y adolescentes».
Esas situaciones de injusticia —advirtió Francisco— «nos pueden generar la tentación de huir». Y así se propaga en las ciudades «lo que podemos llamar el síndrome de Jonás: un espacio de huida y desconfianza. Un espacio para la indiferencia, que nos transforma en anónimos y sordos ante los demás, nos convierte en seres impersonales de corazón cauterizado y, con esta actitud, lastimamos el alma del pueblo». Porque «una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana», añadió el Pontífice, citando a Benedicto XVI.
El Papa, sin embargo, recordó cómo «Jesús invitó a sus discípulos a vivir hoy lo que tiene sabor a eternidad: el amor a Dios y al prójimo», siempre «suscitando la ternura y el amor de misericordia, suscitando la compasión y abriendo sus ojos para que aprendan a mirar la realidad a la manera divina».
Al cambiar junto a sus discípulos por la ciudad, Jesús les enseña a «ver, a escuchar, a prestar atención a aquellos que habían sucumbido bajo el manto de la indiferencia, lapidados por el grave pecado de la corrupción. Comienza a develar muchas situaciones que asfixiaban la esperanza de su pueblo suscitando una nueva esperanza».
De la misma forma, hoy «sigue al igual que ayer golpeando puertas, golpeando corazones para volver a encender la esperanza y los anhelos: que la degradación sea superada por la fraternidad, la injusticia vencida por la solidaridad y la violencia callada con las armas de la paz».
En definitiva, Jesús nos «invita a involucrarnos como fermento allí donde estemos, donde nos toque vivir, en ese rinconcito de todos los días. El Reino de los cielos está entre ustedes —nos dice— está allí donde nos animemos a tener un poco de ternura y compasión, donde no tengamos miedo a generar espacios para que los ciegos vean, los paralíticos caminen, los leprosos sean purificados y los sordos oigan, y así todos aquellos que dábamos por perdidos gocen de la Resurrección. Dios no se cansa ni se cansará de caminar para llegar a sus hijos. ¿Cómo encenderemos la esperanza si faltan profetas? ¿Cómo encararemos el futuro si nos falta unidad? ¿Cómo llegará Jesús a tantos rincones, si faltan audaces y valientes testigos?».
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
«Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y predícales el mensaje que te digo» (Jon 3, 2). Con estas palabras, el Señor se dirigía a Jonás poniéndolo en movimiento hacia esa gran ciudad que estaba a punto de ser destruida por sus muchos males. También vemos a Jesús en el Evangelio de camino hacia Galilea para predicar su buena noticia (cf. Mc 1, 14). Ambas lecturas nos revelan a Dios en movimiento de cara a las ciudades de ayer y de hoy. El Señor se pone en camino: va a Nínive, a Galilea… a Lima, a Trujillo, a Puerto Maldonado… aquí viene el Señor. Se pone en movimiento para entrar en nuestra historia personal y concreta. Lo hemos celebrado hace poco: es el Emmanuel, el Dios que quiere estar siempre con nosotros. Sí, aquí en Lima, o en donde estés viviendo, en la vida cotidiana del trabajo rutinario, en la educación esperanzadora de los hijos, entre tus anhelos y desvelos; en la intimidad del hogar y en el ruido ensordecedor de nuestras calles. Es allí, en medio de los caminos polvorientos de la historia, donde el Señor viene a tu encuentro.
Algunas veces nos puede pasar lo mismo que a Jonás. Nuestras ciudades, con las situaciones de dolor e injusticia que a diario se repiten, nos pueden generar la tentación de huir, de escondernos, de zafar. Y razones, ni a Jonás ni a nosotros nos faltan. Mirando la ciudad podríamos comenzar a constatar que existen «ciudadanos que consiguen los medios adecuados para el desarrollo de la vida personal y familiar –y eso nos alegra–, el problema está en que son muchísimos los “no ciudadanos”, “los ciudadanos a medias” o los “sobrantes urbanos”»[1] que están al borde de nuestros caminos, que van a vivir a las márgenes de nuestras ciudades sin condiciones necesarias para llevar una vida digna y duele constatar que muchas veces entre estos «sobrantes humanos» se encuentran rostros de tantos niños y adolescentes. Se encuentra el rostro del futuro.
Y al ver estas cosas en nuestras ciudades, en nuestros barrios –que podrían ser un espacio de encuentro y solidaridad, de alegría– se termina provocando lo que podemos llamar el síndrome de Jonás: un espacio de huida y desconfianza (cf. Jon 1, 3). Un espacio para la indiferencia, que nos transforma en anónimos y sordos ante los demás, nos convierte en seres impersonales de corazón cauterizado y, con esta actitud, lastimamos el alma del pueblo, de este pueblo noble. Como nos lo señalaba Benedicto XVI, «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. […] Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana»[2].
Cuando arrestaron a Juan, Jesús se dirigió a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. A diferencia de Jonás, Jesús, frente a un acontecimiento doloroso e injusto como fue el arresto de Juan, entra en la ciudad, entra en Galilea y comienza desde ese pequeño pueblo a sembrar lo que sería el inicio de la mayor esperanza: El Reino de Dios está cerca, Dios está entre nosotros. Y el Evangelio mismo nos muestra la alegría y el efecto en cadena que esto produce: comenzó con Simón y Andrés, después Santiago y Juan (cf. Mc 1, 14-20) y, desde esos días, pasando por santa Rosa de Lima, santo Toribio, san Martín de Porres, san Juan Macías, san Francisco Solano, ha llegado hasta nosotros anunciado por esa nube de testigos que han creído en Él. Ha llegado hasta Lima, hasta nosotros para comprometerse nuevamente como un renovado antídoto contra la globalización de la indiferencia. Porque ante este Amor, no se puede permanecer indiferentes.
Jesús invitó a sus discípulos a vivir hoy lo que tiene sabor a eternidad: el amor a Dios y al prójimo; y lo hace de la única manera que lo puede hacer, a la manera divina: suscitando la ternura y el amor de misericordia, suscitando la compasión y abriendo sus ojos para que aprendan a mirar la realidad a la manera divina. Los invita a generar nuevos lazos, nuevas alianzas portadoras de eternidad.
Jesús camina la ciudad con sus discípulos y comienza a ver, a escuchar, a prestar atención a aquellos que habían sucumbido bajo el manto de la indiferencia, lapidados por el grave pecado de la corrupción. Comienza a develar muchas situaciones que asfixiaban la esperanza de su pueblo suscitando una nueva esperanza. Llama a sus discípulos y los invita a ir con Él, los invita a caminar la ciudad, pero les cambia el ritmo, les enseña a mirar lo que hasta ahora pasaban por alto, les señala nuevas urgencias. Conviértanse, les dice, el Reino de los Cielos es encontrar en Jesús a Dios que se mezcla vitalmente con su pueblo, se implica e implica a otros a no tener miedo de hacer de esta historia, una historia de salvación (cf. Mc 1, 15.21 y ss.).
Jesús sigue caminando por nuestras calles, sigue al igual que ayer golpeando puertas, golpeando corazones para volver a encender la esperanza y los anhelos: que la degradación sea superada por la fraternidad, la injusticia vencida por la solidaridad y la violencia callada con las armas de la paz. Jesús sigue invitando y quiere ungirnos con su Espíritu para que también nosotros salgamos a ungir con esa unción, capaz de sanar la esperanza herida y renovar nuestra mirada.
Jesús sigue caminando y despierta la esperanza que nos libra de conexiones vacías y de análisis impersonales e invita a involucrarnos como fermento allí donde estemos, donde nos toque vivir, en ese rinconcito de todos los días. El Reino de los cielos está entre ustedes –nos dice– está allí donde nos animemos a tener un poco de ternura y compasión, donde no tengamos miedo a generar espacios para que los ciegos vean, los paralíticos caminen, los leprosos sean purificados y los sordos oigan (cf. Lc 7, 22) y así todos aquellos que dábamos por perdidos gocen de la Resurrección. Dios no se cansa ni se cansará de caminar para llegar a sus hijos. A cada uno. ¿Cómo encenderemos la esperanza si faltan profetas? ¿Cómo encararemos el futuro si nos falta unidad? ¿Cómo llegará Jesús a tantos rincones, si faltan audaces y valientes testigos?
Hoy el Señor te invita a caminar con Él la ciudad, te invita a caminar con Él tu ciudad. Te invita a que seas discípulo misionero, y así te vuelvas parte de ese gran susurro que quiere seguir resonando en los distintos rincones de nuestra vida: ¡Alégrate, el Señor está contigo!
SALUDO FINAL
Doy las gracias al Cardenal Juan Luis Cipriani, Arzobispo de Lima, por sus palabras, y a los obispos de Puerto Maldonado y de Trujillo, cuyas jurisdicciones eclesiásticas pude visitar durante estos días. También doy gracias al presidente de la Conferencia Episcopal, a mis hermanos obispos por su presencia y a todos ustedes que han hecho posible que esta visita dejara una huella en mi corazón.
Agradezco a todos los que han hecho posible este viaje, que fueron muchos y muchos anónimos. En primer lugar, al señor Presidente Pedro Pablo Kuczynski, a las autoridades civiles, a los miles de voluntarios que con su trabajo silencioso y abnegado como «hormiguitas» contribuyeron para que todo pudiera concretarse. Gracias voluntarios, anónimos. Agradezco a la comisión organizadora y a todos los que con su dedicación y esfuerzo hicieron posible este encuentro. De modo especial quiero agradecer al grupo de arquitectos que han diseñado los tres altares en las tres ciudades. Que Dios les conserve buen gusto. Me ha hecho bien encontrarme con ustedes.
Comenzaba mi peregrinación entre ustedes diciendo que Perú es tierra de esperanza. Tierra de esperanza por la biodiversidad que la compone, con la belleza de una geografía capaz de ayudarnos a descubrir la presencia de Dios.
Tierra de esperanza por la riqueza de sus tradiciones y costumbres que han marcado el alma de este pueblo.
Tierra de esperanza por los jóvenes, los cuales no son el futuro, sino el presente de Perú. A ellos les pido que descubran en la sabiduría de sus abuelos, de sus ancianos, el ADN que guió a sus grandes santos. Chicas y chicos, por favor, no se desarraiguen. Abuelos y ancianos, no dejen de transmitir a las jóvenes generaciones las raíces de su pueblo y la sabiduría del camino para llegar al cielo. A todos los invito a no tener miedo a ser los santos del siglo XXI.
Hermanos peruanos, tienen tantos motivos para esperar, lo lo vi, lo “toqué” en estos días. Por favor, cuiden la esperanza, que no se la roben. No hay mejor manera de cuidar la esperanza que permanecer unidos, para que todos estos motivos que la sostienen, crezcan cada día más.
La esperanza no defrauda (cf. Rm 5, 5).
Los llevo en el corazón.
Que Dios los bendiga. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias.
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Notas
[1] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 74.