El Papa pide garantizar la protección e integración de los menores migrantes
En la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, Francisco pide generosidad a las comunidades de acogida, y anima a los extranjeros a respetar las leyes y tradiciones de los países donde viven
Refugiados e inmigrantes, especialmente los menores de edad, «están expuestos a muchos peligros». «Es necesario adoptar toda medida posible para garantizar a los menores emigrantes la protección y la defensa, así como también su integración», dijo el Papa este domingo, en el que la Iglesia celebra la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado.
Durante el rezo del Ángelus, Francisco dirigió un saludo especial a las comunidades procedentes de otras culturas presentes en la Plaza de San Pedro, y les animó a «vivir con serenidad en las localidades que los acogen, respetando sus leyes y las tradiciones y, al mismo tiempo, custodiando los valores de sus culturas de origen». El encuentro de culturas distintas –subrayó- es fuente de enriquecimiento para todos.
El Pontífice dirigió unas palabras de agradecimiento a quienes, en la diócesis de Roma, trabajan en la acogida y acompañamiento de los migrantes, aludiendo al ejemplo de santa Francisca Cabrini, patrona de los emigrantes, de quien se conmemora este año el centenario de la muerte. «Esta religiosa valiente –dijo- dedicó su vida a llevar el amor de Cristo a todos los que estaban lejos de la patria y de la familia. Que su testimonio nos ayude a preocuparnos por el hermano extranjero, en el cual está presente Jesús, a menudo sufriente, rechazado y humillado».
A los migrantes se refirió también el Papa en la víspera, durante un discurso a los participantes en una mesa redonda de la Global Foundation, a quienes animó a promover los objetivos de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas, «siempre guiados por la doctrina social de la Iglesia, promoviendo una globalización cooperativa, junto con todos los actores implicados –sociedad civil, gobiernos, organismos internacionales, comunidades académicas y científicas y otros–».
Ante la Global Foundation, Francisco calificó de «inaceptable» e «inhumano» en actual sistema económico mundial, que «descarta a hombres, mujeres y niños, por el hecho de que ya no parecen útiles, según los criterios de rendimiento de empresas u otras organizaciones». Entre esos descartados citó expresamente a los refugiados, a los niños abusados o esclavizados y a «los pobres que se mueren en las calles cuando hace frío».
Durante el rezo del Ángelus, al comentar el pasaje evangélico de este domingo, el Papa explicó que «la Iglesia, en todos los tiempos, está llamada a hacer lo que hizo Juan Bautista, indicar a Jesús a la gente diciendo: «¡Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!». Por el contrario, «cuando la Iglesia se anuncia a sí misma pierde la brújula: ¡no sabe adónde va! La Iglesia anuncia a Cristo; no se lleva a sí misma, lleva a Cristo. Porque es Él y sólo Él quien salva a su pueblo del pecado, lo libera y lo guía a la tierra de la verdadera libertad».
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el centro del Evangelio de hoy (Jn 1, 29-34) se encuentra esta parábola de Juan Bautista: «¡Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!» (v. 29). Una palabra que acompaña con la mirada y el gesto de la mano que lo indican a Él, a Jesús.
Imaginemos la escena. Estamos en la orilla del río Jordán. Juan está bautizando; hay tanta gente, hombres y mujeres de diversas edades, que fueron allí, al río, para recibir el bautismo de las manos de aquel hombre que a muchos recordaba a Elías, el gran profeta que nueve siglos antes había purificado a los israelitas de la idolatría, reconduciéndolos a la verdadera fe en el Dios de la alianza, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.
Juan predica que el Reino de los cielos está cerca, que el Mesías está a punto de manifestarse y que es necesario prepararse, convertirse y comportarse con justicia; y bautiza en el Jordán para dar al pueblo un medio concreto de penitencia (Cfr. Mt 3, 1-6). Esta gente iba para arrepentirse de sus pecados, para hacer penitencia, para recomenzar la vida. Él sabe, Juan sabe, que el Mesías, el Consagrado del Señor ya está cerca, y el signo para reconocerlo será que sobre Él se posará el Espíritu Santo; en efecto, Él traerá el verdadero bautismo, el bautismo en el Espíritu Santo (Cfr. Jn 1, 33).
Y he aquí que llega el momento: Jesús se presenta en la orilla del río, en medio de la gente, de los pecadores –como todos nosotros–. Es su primer acto público, la primera cosa que hace cuando deja la casa de Nazaret, a la edad de treinta años: baja a Judea, va al Jordán y se hace bautizar por Juan. Sabemos qué cosa sucede –lo hemos celebrado el domingo pasado–: sobre Jesús desciende el Espíritu Santo en forma como de paloma y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto (Cfr. Mt 3, 16-17). Es el signo que Juan esperaba. ¡Es Él! Jesús es el Mesías. Juan está desconcertado, porque se ha manifestado de un modo impensable: en medio de los pecadores, bautizado como ellos, es más, por ellos. Pero el Espíritu ilumina a Juan y le hace entender que así se cumple la justicia de Dios, se cumple su designio de salvación: Jesús es el Mesías, el Rey de Israel, pero no con el poder de este mundo, sino como Cordero de Dios, que toma sobre sí y quita el pecado del mundo.
Así Juan lo indica a la gente y a sus discípulos. Porque Juan tenía un numeroso grupo de discípulos, que lo habían elegido como guía espiritual, y precisamente algunos de ellos se convertirán en los primeros discípulos de Jesús. Conocemos bien sus nombres: Simón, llamado después Pedro; su hermano Andrés; Santiago y su hermano Juan. Todos pescadores; todos galileos, como Jesús.
Queridos hermanos y hermanas, ¿por qué nos hemos detenido ampliamente en esta escena? ¡Porque es decisiva! No es una anécdota. ¡Es un hecho histórico decisivo! Esta escena es decisiva para nuestra fe; y también es decisiva para la misión de la Iglesia. La Iglesia, en todos los tiempos, está llamada a hacer lo que hizo Juan Bautista, indicar a Jesús a la gente diciendo: «¡Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!». ¡Él es el único Salvador! Él es el Señor, humilde en medio de los pecadores; pero es Él, ¡eh! ¡Él! No hay otro poderoso que viene. ¡No, no! ¡Es Él!
Y éstas son las palabras que nosotros, los sacerdotes, repetimos cada día, durante la Misa, cuando presentamos al pueblo el pan y el vino que se han convertido en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Este gesto litúrgico representa toda la misión de la Iglesia, que no se anuncia a sí misma. ¡Ay! ¡Ay! Cuando la Iglesia se anuncia a sí misma pierde la brújula: ¡no sabe adónde va! La Iglesia anuncia a Cristo; no se lleva a sí misma, lleva a Cristo. Porque es Él y sólo Él quien salva a su pueblo del pecado, lo libera y lo guía a la tierra de la verdadera libertad.
Que la Virgen María, Madre del Cordero de Dios, nos ayude a creer en Él y a seguirlo.