Francisco invita a Chipre y a la Iglesia a mirarse en el espejo de los migrantes
Para hacer real el sueño de la fraternidad, es necesario tanto «el reconocimiento efectivo de la dignidad de cada persona» como «la apertura confiada a Dios», ha subrayado el Papa en una oración ecuménica con migrantes
La diversidad cultural y la presencia de extranjeros en Chipre ha sido una de las constantes en los dos días de la visita del Papa Francisco a la isla del Mediterráneo. Y este viernes el Santo Padre ha puesto punto y final a los actos oficiales (antes de coger el sábado el avión que le llevará a Grecia) encontrándose específicamente con ellos en la iglesia de la Santa Cruz, de Nicosia.
A pesar de las implicaciones sociales de la cuestión migratoria, el acto ha sido una oración ecuménica. Y, en ella, el Santo Padre ha dejado que su mensaje lo inspiraran los testimonios de cuatro jóvenes migrantes. Sus historias no se han centrado en los detalles de cómo salieron de sus países. No se han limitado a contar de qué huían o los problemas que tienen en su nuevo hogar, sino que han compartido sus experiencias más íntimas al respecto.
Relatos que han «emocionado mucho» a Francisco, reconocía. Pero «no es solo emoción; es mucho más, es la conmoción que viene de la belleza de la verdad» y que lleva a alabar a Dios. «Vuestra presencia, hermanos migrantes, es muy significativa. Vuestros testimonios son como un espejo para nosotros, comunidades cristianas». Y revelan que «Dios nos llama a no resignarnos a vivir en un mundo dividido, en comunidades cristianas divididas».
Las cicatrices del odio
Maccolins, de Camerún, se ha reconocido «herido por el odio», una experiencia que «no se puede olvidar». El odio que lleva a la violencia, a empuñar un arma «no solo para disparar sino para romper los huesos» de alguien; o ese otro, más «sutil, que me roba una palabra amable o la sonrisa que tanto necesito en un día frío». Un odio, se ha hecho eco Francisco, que «también ha contaminado nuestras relaciones entre cristianos». Es «un veneno del que resulta difícil desintoxicarse», y que nos hace mirar al otro de forma «distorsionada» para, en vez de «reconocernos hermanos», vernos como «adversarios».
Llegada desde de Sri Lanka, Thamara se define a sí misma «en camino». Un camino que emprendió obligada y que la ha hecho pasar por muchas penalidades. Pero también «un viaje hacia algo», hacia la seguridad, la salud y la esperanza. Hacia «poder practicar mi fe y mis costumbres con orgullo y compartirlas con los demás».
También la Iglesia es «una comunidad en camino», ha apuntado el Papa. Tendrá que hacer frente a altibajos, pero «no nos deben asustar las diferencias entre nosotros, sino más bien nuestras cerrazones y prejuicios». Y en ese migrante «marginado y descartado», despreciado, «rechazado y oprimido», pero «en camino hacia una esperanza, hacia una convivencia más humana», debe reconocer al «Señor Jesús que viene a nuestro encuentro».
«¿Quién eres?»
Rozh, de Irak, no ocultó su frustración ante los «quién eres» o «de dónde vienes». Preguntas que se traducen por «por qué estas aquí», o que le obligan a reducir su historia a los reducidos espacios de un formulario. «No somos números ni individuos que haya que catalogar: somos hermanos, amigos, creyentes y prójimos los unos de los otros», ha subrayado el Santo Padre, prácticamente calcando sus palabras.
Mariamie, de la República Democrática del Congo, es la soñadora. Sueña con un mundo donde «nadie esté obligado a luchar, a rendirse, a huir o a llorar, salvo quizá de alegría»; donde «a nadie le arranquen de su cama una noche y tenga que dejar atrás sus juguetes favoritos». Pero sus sueños implican también «ser la mejor de mi clase y llegar a ser médico», ser acogida con interés y no con sospecha. Que «la gente se sorprenda menos cuando les hable en griego»; o incluso que «otros intenten hablarme en francés».
«También Dios sueña un mundo de paz, en el que sus hijos viven como hermanos», le ha respondido Francisco. Este sueño lo «encarna, con todos sus límites humanos», la Iglesia. Pero también la isla de Chipre, «marcada por una dolorosa división, puede convertirse con la gracia de Dios en un taller de fraternidad». Para serlo, es necesario en primer lugar «el reconocimiento efectivo de la dignidad de cada persona humana». Es un fundamento ético «universal» que «está también en el centro de la doctrina social cristiana». Junto a esto, hace falta «la apertura confiada a Dios, Padre de todos». Así será posible que «el sueño se traduzca en un viaje cotidiano, hecho de pasos concretos que van del conflicto a la comunión, del odio al amor».