El Papa entrega los Premios Ratzinger. Maestros en el arte de vivir - Alfa y Omega

El Papa entrega los Premios Ratzinger. Maestros en el arte de vivir

Se necesitan maestros en «el arte de vivir», dice el Papa, personas que «hagan creíble a Dios a la Humanidad de nuestros días», capaces de «hablar a la mente y al corazón del hombre». Son las cualidades que, según Benedicto XVI, reúnen los dos galardonados este año con el Premio Ratzinger de Teología: el jesuita estadounidense Brian E. Daley, experto en Patrística, y el filósofo e historiador francés Rémi Brague

Ricardo Benjumea
Rémi Brague recibe, de manos del Papa, el Premio Ratzinger 2012

«Nos hacen falta hoy personas que, a través de una fe iluminada y vivida, acerquen y hagan creíble a Dios a la Humanidad de nuestros días…; personas cuyo intelecto esté iluminado por la luz de Dios, para que puedan hablar a la mente y al corazón del hombre». Eran palabras del Papa, el sábado, durante la entrega de la segunda edición de los Premios Ratzinger de Teología, que el pasado año, tuvieron, entre los premiados, al español Olegario González de Cardedal.

Brague y Daley son profesores «comprometidos en la enseñanza», resaltó Benedicto XVI. Ambos son un modelo «para la transmisión de un saber que une ciencia y sabiduría, rigor científico y pasión por el ser humano, para que descubra el arte de vivir». Son también expertos «comprometidos en dos aspectos decisivos para la Iglesia en nuestro tiempo», el ecumenismo y el diálogo interreligioso: Brague, como estudioso de filosofía medieval árabe y judía, y Daley, como secretario ejecutivo de la Comisión Consultiva de Católicos y Ortodoxos en América del Norte.

Para el público, sobre todo en Europa, mucho más conocido es Brague, de 65 años, padre de cuatro hijos, titular de la cátedra Romano Guardini de Ciencias e Historia de las religiones en la Universidad Ludwig-Maximilian de Munich, y profesor emérito en la Sorbona. Su biografía incluye títulos como La Ley de Dios o La sabiduría del mundo, publicados en España por Encuentro, y una amplia producción de artículos periodísticos. «Brague es un verdadero filósofo y, al mismo tiempo, un gran historiador del pensamiento y de la cultura, que une a la fuerza especulativa y a la visión histórica, una fe cristiana y católica profunda y explícita sin complejos», dijo, en la presentación de los premios, el cardenal Camillo Ruini, presidente del Comité científico de la Fundación vaticana Joseph Ratzinger – Benedicto XVI (la promotora de este Premio) y del Proyecto Cultural de la Conferencia Episcopal Italiana, iniciativa de la que Brague ha sido colaborador.

Desde su faceta más divulgativa, Brague se ha significado también en el diálogo con el mundo no creyente, a menudo como polemista, siempre con juicios profundos e incisivos, pero también con grandes dosis de ironía y con gran sentido del humor. En 1999 —recordaba hace unos días, en una entrevista a Radio Vaticano—, invitó al entonces cardenal Ratzinger a la Sorbona. «En el palacio de la laicidad francesa, habló el gran inquisidor con tal autoridad académica, que los otros académicos se vieron ampliamente desbordados… ¡Eso fue divertido!».

No cristianistas, ¡cristianos!

En 2011, Brague participó en el lanzamiento del Atrio de los gentiles, en París, donde la iniciativa se celebró en la sede de la Unesco y en la propia Sorbona. «El Atrio —dijo entonces— presenta, una vez más, a una Iglesia interesada en lo que hoy está en juego en la cultura, resistiendo a la tentación de quedar encerrada en una torre de marfil. Deseo que esta propuesta llegue cada vez más a los oídos de una sociedad que, con frecuencia, cae en la indiferencia». Esa crisis espiritual y cultural —ha denunciado— está en la raíz de la gran crisis de una Europa que se encamina literalmente hacia el suicidio, en primer lugar demográfico.

Por eso, la búsqueda de un terreno común con el mundo no creyente no le impide plantear la insuficiencia de un cristianismo meramente cultural. «¡Los cristianos no son cristianistas!», personas que simplemente se reconocen en los valores de una gran civilización, decía a Radio Vaticano. «Es mejor ser cristianista que no ser nada en absoluto», pero quienes lograron las grandes conquistas de la civilización occidental «no eran cristianistas, sino verdaderos cristianos. Hicieron lo que hicieron porque creían en Cristo, no en los valores de una genérica cultura occidental».

La ley de Dios

Nuestras sociedades prefieren representarse la historia que ha desembocado en ellas como la de un alejamiento de la sacralidad, el alejamiento que se supone resulta emancipador. Están mucho más tentadas por el poder ilimitado de lo que, en la época premoderna, lo estaba el rey más celoso del carácter absoluto de su soberanía: Jean Bodin lo repetía como una evidencia en el momento mismo en el que definía, según creía por primera vez, el concepto de soberanía: el príncipe más desligado de las leyes (legibus solutus) está, sin embargo, sometido a la ley divina, a la ley natural y a la ley de las gentes. Quitar estas restricciones… formaba parte de lo que Stephen Toulmin ha denominado el programa oculto de nuestra modernidad.

Nuestras sociedades, con su programa de una ley sin lo divino, son, en última instancia, de hecho posibles por la experiencia cristiana de un divino sin ley. Incluso el ateísmo, como increencia, supone la primacía de la fe en la definición de lo religioso… Los pretendidos combates por la laicización de las instituciones corren en ayuda de una victoria lograda hace siglos, y que, por lo demás, es la misma del cristianismo en su forma más oficial, la de la Iglesia, que establece por su parte el límite que la separa del ámbito secular.

Rémi Brague, en La Ley de Dios. Historia filosófica de una alianza (de la Conclusión)