El Papa en Japón: «Nunca más el rugido de las armas»
Francisco confesó al emperador Naruhito, que, en agosto de 1945, cuando tenía 8 años, lloró al recibir la noticia del lanzamiento de las bombas. «El uso de la energía atómica para la guerra es un crimen… ¡Nunca más la guerra, nunca más el rugido de las armas, nunca más tanto sufrimiento!», clamó en Hiroshima
Nunca desde la Segunda Guerra Mundial se habían empleado tantas armas nucleares. El Centro Ploughshares, una organización sin ánimo de lucro con sede en Suiza, estima que hay más de 15.000 en todo el mundo. Pero la cifra real es imposible de determinar. La carrera armamentística de Irán o Corea del Norte y el desarrollo tecnológico de herramientas hacen del mundo un lugar menos seguro, donde la posibilidad de un ataque nuclear es una amenaza real. Por eso, la condena del uso de energía atómica que lanzó el Papa junto al cenotafio de las 225.000 víctimas de Hiroshima, edificado justo en el punto donde cayó la bomba lanzada por los estadounidenses, es clave en la batalla internacional contra la proliferación de cabezas atómicas. Antes había recalado en Nagasaki para dejar el mismo mensaje. En las dos ciudades —símbolo del horror de la guerra nuclear— clamó por la paz en el mundo.
«Estoy convencido de que un mundo sin armas nucleares es posible y necesario», dijo el Papa tras señalar que las «doctrinas nucleares solo dejan un clima de miedo, desconfianza y hostilidad». «Nuestra respuesta a la amenaza de las armas nucleares debe ser conjunta y concertada. Estamos presenciando una erosión del multilateralismo que es aún más grave a la luz del crecimiento de nuevas formas de tecnología militar», insistió. Francisco se refería así a las teorías de la disuasión militar que mantienen algunos países. De esta forma, señaló —sin mencionarlos específicamente—, a Estados Unidos y Rusia, que hace pocos meses desmantelaron sin remordimientos el tratado que prohibía a ambos la posesión y el despliegue de misiles nucleares de alcance intermedio (INF). «El uso de la energía atómica para la guerra es un crimen… ¡Nunca más la guerra, nunca más el rugido de las armas, nunca más tanto sufrimiento!», dijo el Papa conteniendo las lágrimas en su discurso, justo antes de confesar al emperador Naruhito, que, en agosto de 1945, cuando tenía 8 años, lloró al recibir la noticia del lanzamiento de las bombas atómicas.
Fue el viaje número 32 de su pontificado. El más agotador, con 27.000 kilómetros a sus espaldas en tan solo siete días. Y también el más especial, porque le permitió cumplir su sueño frustrado de ser misionero en Japón. En Nagasaki, el Papa también visitó el monumento ubicado en la colina Nishizaka, que recuerda el martirio de san Pablo Miki y otros 25 cristianos. Eran 18 seglares (dos de ellos niños), seis franciscanos y dos jesuitas. Francisco los comparó con los que aún hoy «sufren y viven el martirio» por su fe y pidió luchar «contra toda manipulación de las religiones».
El catolicismo ha sido duramente reprimido en el país asiático hasta el siglo XIX, lo que pone en contexto el dato que sitúa a los católicos en tan solo el 1 % de la población después de siglos de tarea evangélica. Uno de los pioneros en el camino de la evangelización nipona fue san Francisco Javier, que llegó a los parajes vírgenes de Yamaguchi hace casi cinco siglos. Allí todavía le profesan un cariño especial. Pero los que siguieron sus pasos no lo tuvieron nada fácil. En 1587 el entonces canciller de Japón, Toyotomi Hideyoshi, un rudo dirigente militar, decretó la expulsión de los jesuitas y emprendió una dantesca persecución contra los cristianos que se extendió durante más de dos siglos. «Levantemos la voz para que la libertad religiosa sea garantizada para todos y en todos los rincones del planeta», señaló el Pontífice.
Decisiones valientes
Otro momento clave fue el emotivo encuentro con diez supervivientes del accidente nuclear de Fukushima, en marzo de 2011: el más grave después de Chernóbil, que además de sesgar la vida de 19.000 personas, obligó a evacuar a otras 190.000 en un radio de 20 kilómetros alrededor de la planta atómica. Tras escuchar sus relatos desgarradores, el Papa abogó por la toma de «decisiones valientes e importantes» sobre «futuras fuentes de energía», e invitó a preguntarse «qué clase de mundo, qué clase de legado queremos dejar a los que vengan detrás de nosotros», una cuestión fundamental en el país asiático donde todavía no han logrado desmantelar el más de un millón de toneladas de aguas radiactivas procedentes de la central de Fukushima. Para deshacerse del líquido contaminado, cerrado a cal y canto en tanques colosales, la Compañía Eléctrica de Tokio (Tepco, en inglés), que gestiona la planta nuclear dañada, se ha planteado verter al océano Pacífico parte del líquido contaminado lo que tendría consecuencias catastróficas.
Japón ocupa los primeros puestos de una lista negra: la que recuenta los suicidios. Según estadísticas nacionales, cada año cerca de 30.000 personas se quitan la vida. El Pontífice aprovechó el discurso a los 13 obispos de Japón para hacerse eco de este flagelo que ataca, sobre todo, a los más jóvenes: El aumento del número de suicidios en vuestras ciudades, así como el acoso escolar y las diversas formas de autoexigencia, están creando nuevos tipos de alienación y desorientación espiritual», lamentó.
En la Misa en el Tokyo Dome, uno de sus últimos actos en el país asiático a la que acudieron 50.000 personas, el Papa condenó la pena capital. Japón es uno de los pocos países del mundo desarrollado que contempla la pena de muerte. Desde 1873 la aplica a través del ahorcamiento del reo. Antes los degollaban. Esta legislación está ampliamente respaldada por la sociedad nipona. «Como comunidad cristiana estamos invitados a proteger toda vida», recordó en una homilía en la que también arremetió contra los excesos del consumismo compulsivo y el aislamiento social. En este sentido, dijo también que, en la sociedad japonesa, donde rige una economía altamente desarrollada, «no son pocas las personas que están socialmente aisladas, que permanecen al margen, incapaces de comprender el significado de la vida y de su propia existencia». Bajo esta óptica, reivindicó la importancia del hogar, la escuela y la comunidad, unos espacios «que están siendo cada vez más deteriorados por la competición excesiva en la búsqueda de la ganancia y la eficiencia».