El Papa de la continuidad y de los zapatos rojos
Con él empezó la reforma financiera que Francisco retomó después, y comenzó a adelgazar la Curia ya en marzo de 2006
Era difícil recoger el testigo del huracán Wojtyla. El propio sobrenombre ya describía la impronta que su predecesor había marcado en el rumbo de una Iglesia que se enfrentaba a la llegada de un nuevo siglo, especialmente marcado por el hastío religioso en la vieja Europa y la expansión de la alegría de la fe en continentes como África o Asia. No tenía aparentemente su carisma, pero quienes le conocían bien destacan su firmeza y contundencia durante los casi ocho años en los que gobernó la Iglesia universal. Nunca se arredró ante nada, ni siquiera cuando soltó el mando de la barca. Quienes piensan que su renuncia fue una forma de abandono están equivocados. Fue un acto de valentía reconocer que el peso del timón de la Santa Sede se le antojaba imposible de girar. Se vio sin fuerzas, físicas y mentales, ante las circunstancias que le rodeaban y el futuro que se avecinaba —Vatileaks incluido, aunque en numerosas ocasiones se haya constatado que no fue este el motivo, o, al menos, no el único, de su «subida al monte», como él mismo definió su retiro—.
Valiente. Quizá sea el mejor adjetivo que describa al Papa bávaro que soñaba con un cielo como las tardes de domingo en su casa. Ya en 1959, siendo un joven teólogo, publicó un ensayo en el que escribía, sin tapujos, que «el paganismo habita hoy en la Iglesia misma», algo que le costó ser reprendido por su obispo. Cuando san Juan Pablo II le pidió, tras leer su Introducción al cristianismo, que se fuese a Roma a liderar la Congregación para la Doctrina de la Fe, él aceptó con condiciones. Quería seguir manifestando sus puntos de vista teológicos personales.
Ya en dicha congregación —estos días hemos escuchado en diversos medios el viejo Santo Oficio, con su connotación peyorativa— intentó atajar el problema de los abusos cuando en ningún otro órgano vaticano se había arrojado luz sobre el problema, mientras estaban sobre la mesa los casos de algunos obispos polacos o de Marcial Maciel en México. De hecho, una de sus primeras medidas fue retirarle de la vida pública, ante el asombro de no pocos. Siendo Papa, en 2005, durante un recordado vía crucis, exclamó: «¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a Cristo!».
La conversación fácil lleva a tratarle injustamente. Su paso por las Juventudes Hitlerianas es un recurso manido, pero lo que no se suele acompañar es de la constatación de que era obligatorio en la época, y de que «en cuanto nos ocuparon el seminario las dejé, y eso me procuró bastantes problemas», como relató en La sal de la tierra. Otro de los hitos de conversación de mesa camilla es su querencia por la estética, que llevó a la revista Esquire a elegirle al hombre mejor portador de accesorios del año 2007 por sus característicos zapatos rojos. La explicación que suele estar ausente es que el rojo cereza de aquel calzado no era ni una creación extravagante de Prada ni un símbolo de poder. Es el color que recuerda la sangre derramada por los mártires. Es el recordatorio constante de los que dieron su vida por Cristo.
El Vaticano tiene consumo energético sostenible y funciona con energía limpia desde que él está allí. Dialogó constantemente con grupos separados de la Iglesia de Roma, como los lefebvrianos. Permitió la vuelta a la comunión con el Papa, dentro de ordinariatos personales, de comunidades anglicanas que confesaran la fe católica y quisieran mantener su tradición litúrgica y espiritual. Con él empezó la reforma financiera que Francisco retomó después, y comenzó a adelgazar la Curia ya en marzo de 2006. Y todo esto sin dejar de ser lo que siempre fue: un sencillo profesor, lo que le llevó a firmar su trilogía sobre Jesús de Nazaret con su nombre de pila. Su despedida de San Pedro, en el ángelus, constata dicha humildad. Relató una sencilla oración que se aprende de niño. Ahora, como siempre quiso, ha vuelto a casa. D. E. P.