El Papa clausura el Año Santo pero pide «no cerrar nunca la puerta de la reconciliación»
El Año de la Misericordia «nos exhorta a que renunciemos a los hábitos y costumbres que pueden obstaculizar el servicio al reino de Dios»
Con el cierre de la puerta santa de la basílica de San Pedro, el Papa Francisco ha clausurado este domingo el Año Santo Extraordinario de la Misericordia. Pero, al mismo tiempo, ha pedido «la gracia de no cerrar nunca la puerta de la reconciliación y el perdón». La verdadera puerta de la misericordia, ha insistido, es «el Corazón de Cristo», de donde brota hasta el fin de los tiempos la misericordia, la consolación y la esperanza». Así han podido gustarlo todos los peregrinos que han cruzado la puerta santa «lejos del ruido de las noticias».
Antes de la Misa, Francisco ha acudido en procesión hasta la puerta santa y, una vez allí, se ha acercado en solitario y ha rezado en silencio en su umbral. Unos segundos antes de las 10 de la mañana, cerró las dos pesadas hojas de la puerta que abrió el 8 de diciembre de 2015. Después, se ha dirigido a la plaza de San Pedro. En ella y en las calles colindantes aguardaban 70.000 peregrinos para la celebración de la Eucaristía de la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.
A la ceremonia también asistieron delegaciones de gobiernos de diversos países y numerosos pastores de la Iglesia, entre ellos los cardenales que fueron creados el sábado por el Pontífice, como el cardenal español Carlos Osoro, el venezolano Baltazar Enrique Porras Cardozo o el mexicano Carlos Aguiar Retes.
La grandeza del reino es el amor
A raíz del Evangelio del día (la crucifixión de Jesús), el Papa ha recordado que Dios «se presenta sin poder y sin gloria: está en la cruz, donde parece más un vencido que un vencedor». La grandeza de su reino -ha subrayado- «no es el poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas».
El Papa ha advertido frente a la tentación que presentaron a Jesús quienes se burlaban de Él y le animaban a bajar de la cruz: presentar «la fuerza de atracción del poder y del éxito» como «un camino fácil y rápido para difundir el Evangelio».
Frente a este engaño, «este tiempo de misericordia nos llama a mirar al verdadero rostro de nuestro Rey, el que resplandece en la Pascua, y a redescubrir el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es acogedora, libre, fiel, pobre en los medios y rica en el amor, misionera. La misericordia, al llevarnos al corazón del Evangelio, nos exhorta también a que renunciemos a los hábitos y costumbres que pueden obstaculizar el servicio al reino de Dios; a que nos dirijamos sólo a la perenne y humilde realeza de Jesús, no adecuándonos a las realezas precarias y poderes cambiantes de cada época».
«Dios cree en nosotros»
Por otro lado, está el buen ladrón, que «mirando simplemente a Jesús, creyó en su reino. Y no se encerró en sí mismo, sino que con sus errores, sus pecados y sus dificultades se dirigió a Jesús. Pidió ser recordado y experimentó la misericordia de Dios», que «está dispuesto a borrar por completo y para siempre el pecado».
Francisco subrayó que la realeza de Cristo se abre paso siempre mediante un «amor humilde», capaz de vencer «nuestros grandes adversarios: el pecado, la muerte y el miedo». Y concluyó: «Como Dios cree en nosotros, infinitamente más allá de nuestros méritos, también nosotros estamos llamados a infundir esperanza y a dar oportunidad a los demás».
Una carta para continuar el camino
Al término de la celebración eucarística, el Papa firmó la carta apostólica Misericordia et misera, que será presentada mañana y está «dirigida a toda la Iglesia católica» con el objetivo de animar a seguir viviendo la «misericordia con la misma intensidad experimentada durante todo el Jubileo Extraordinario», informó la Santa Sede.
El cierre de la Puerta Santa pone el broche final a un Año Santo Extraordinario que ha contado con la participación de fieles en todas partes del mundo. Más de 21 millones de peregrinos han visitado el Vaticano durante el año jubilar, incluidos los que han participado en las audiencias generales de los miércoles, el ángelus de los domingos y las catequesis jubilares de algunos sábados.
Pero el alcance del Año de la Misericordia es incalculable, ya que en todas las diócesis han sido varios los templos jubilares que han abierto sus puertas santas hasta hace una semana. A lo largo de este año, han sido numerosos los gestos de misericordia realizados por el Papa, como el envío de mil misioneros de la misericordia a todas las diócesis del mundo, o los Viernes de Misericordia, en los que ha visitado a numerosas personas en diversas situaciones de dificultad, sufrimiento o exclusión.
Agencias / Redacción
La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo corona el año litúrgico y este Año santo de la misericordia. El Evangelio presenta la realeza de Jesús al culmen de su obra de salvación, y lo hace de una manera sorprendente. «El Mesías de Dios, el Elegido, el Rey» (Lc 23, 35-37) se presenta sin poder y sin gloria: está en la cruz, donde parece más un vencido que un vencedor. Su realeza es paradójica: su trono es la cruz; su corona es de espinas; no tiene cetro, pero le ponen una caña en la mano; no viste suntuosamente, pero es privado de la túnica; no tiene anillos deslumbrantes en los dedos, sino sus manos están traspasadas por los clavos; no posee un tesoro, pero es vendido por treinta monedas.
Verdaderamente el reino de Jesús no es de este mundo (cf. Jn 18, 36); pero justamente es aquí —nos dice el Apóstol Pablo en la segunda lectura—, donde encontramos la redención y el perdón (cf. Col 1, 13-14). Porque la grandeza de su reino no es el poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas. Por este amor, Cristo se abajó hasta nosotros, vivió nuestra miseria humana, probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el abandono; experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos. De esta forma nuestro Rey fue incluso hasta los confines del Universo para abrazar y salvar a todo viviente. No nos ha condenado, ni siquiera conquistado, nunca ha violado nuestra libertad, sino que se ha abierto paso por medio del amor humilde que todo excusa, todo espera, todo soporta (cf. 1 Co 13, 7). Sólo este amor ha vencido y sigue venciendo a nuestros grandes adversarios: el pecado, la muerte y el miedo.
Hoy queridos hermanos y hermanas, proclamamos está singular victoria, con la que Jesús se ha hecho el Rey de los siglos, el Señor de la historia: con la sola omnipotencia del amor, que es la naturaleza de Dios, su misma vida, y que no pasará nunca (cf. 1 Co 13, 8). Compartimos con alegría la belleza de tener a Jesús como nuestro rey; su señorío de amor transforma el pecado en gracia, la muerte en resurrección, el miedo en confianza.
Pero sería poco creer que Jesús es Rey del universo y centro de la historia, sin que se convierta en el Señor de nuestra vida: todo es vano si no lo acogemos personalmente y si no lo acogemos incluso en su modo de reinar. En esto nos ayudan los personajes que el Evangelio de hoy presenta. Además de Jesús, aparecen tres figuras: el pueblo que mira, el grupo que se encuentra cerca de la cruz y un malhechor crucificado junto a Jesús.
En primer lugar, el pueblo: el Evangelio dice que «estaba mirando» (Lc 23, 35): ninguno dice una palabra, ninguno se acerca. El pueblo esta lejos, observando qué sucede. Es el mismo pueblo que por sus propias necesidades se agolpaba entorno a Jesús, y ahora mantiene su distancia. Frente a las circunstancias de la vida o ante nuestras expectativas no cumplidas, también podemos tener la tentación de tomar distancia de la realeza de Jesús, de no aceptar totalmente el escándalo de su amor humilde, que inquieta nuestro «yo», que incomoda. Se prefiere permanecer en la ventana, estar a distancia, más bien que acercarse y hacerse próximo. Pero el pueblo santo, que tiene a Jesús como Rey, está llamado a seguir su camino de amor concreto; a preguntarse cada uno todos los días: «¿Qué me pide el amor? ¿A dónde me conduce? ¿Qué respuesta doy a Jesús con mi vida?».
Hay un segundo grupo, que incluye diversos personajes: los jefes del pueblo, los soldados y un malhechor. Todos ellos se burlaban de Jesús. Le dirigen la misma provocación: «Sálvate a ti mismo» (cf. Lc 23, 35-37-39). Es una tentación peor que la del pueblo. Aquí tientan a Jesús, como lo hizo el diablo al comienzo del Evangelio (cf. Lc 4, 1-13), para que renuncie a reinar a la manera de Dios, pero que lo haga según la lógica del mundo: baje de la cruz y derrote a los enemigos. Si es Dios, que demuestre poder y superioridad. Esta tentación es un ataque directo al amor: «Sálvate a ti mismo» (vv. 37. 39); no a los otros, sino a ti mismo. Prevalga el yo con su fuerza, con su gloria, con su éxito. Es la tentación más terrible, la primera y la última del Evangelio. Pero ante este ataque al propio modo de ser, Jesús no habla, no reacciona. No se defiende, no trata de convencer, no hace una apología de su realeza. Más bien sigue amando, perdona, vive el momento de la prueba según la voluntad del Padre, consciente de que el amor dará su fruto.
Para acoger la realeza de Jesús, estamos llamados a luchar contra esta tentación, a fijar la mirada en el Crucificado, para ser cada vez más fieles. Cuántas veces en cambio, incluso entre nosotros, se buscan las seguridades gratificantes que ofrece el mundo. Cuántas veces hemos sido tentados a bajar de la cruz. La fuerza de atracción del poder y del éxito se presenta como un camino fácil y rápido para difundir el Evangelio, olvidando rápidamente el reino de Dios como obra. Este Año de la misericordia nos ha invitado a redescubrir el centro, a volver a lo esencial. Este tiempo de misericordia nos llama a mirar al verdadero rostro de nuestro Rey, el que resplandece en la Pascua, y a redescubrir el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es acogedora, libre, fiel, pobre en los medios y rica en el amor, misionera. La misericordia, al llevarnos al corazón del Evangelio, nos exhorta también a que renunciemos a los hábitos y costumbres que pueden obstaculizar el servicio al reino de Dios; a que nos dirijamos sólo a la perenne y humilde realeza de Jesús, no adecuándonos a las realezas precarias y poderes cambiantes de cada época.
En el Evangelio aparece otro personaje, más cercano a Jesús, el malhechor que le ruega diciendo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (v. 42). Esta persona, mirando simplemente a Jesús, creyó en su reino. Y no se encerró en sí mismo, sino que con sus errores, sus pecados y sus dificultades se dirigió a Jesús. Pidió ser recordado y experimentó la misericordia de Dios: «hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Dios, apenas le damos la oportunidad, se acuerda de nosotros. Él está dispuesto a borrar por completo y para siempre el pecado, porque su memoria, no como la nuestra, olvida el mal realizado y no lleva cuenta de las ofensas sufridas. Dios no tiene memoria del pecado, sino de nosotros, de cada uno de nosotros, sus hijos amados. Y cree que es siempre posible volver a comenzar, levantarse de nuevo.
Pidamos también nosotros el don de esta memoria abierta y viva. Pidamos la gracia de no cerrar nunca la puerta de la reconciliación y del perdón, sino de saber ir más allá del mal y de las divergencias, abriendo cualquier posible vía de esperanza. Como Dios cree en nosotros, infinitamente más allá de nuestros méritos, también nosotros estamos llamados a infundir esperanza y a dar oportunidad a los demás. Porque, aunque se cierra la Puerta santa, permanece siempre abierta de par en par para nosotros la verdadera puerta de la misericordia, que es el Corazón de Cristo. Del costado traspasado del Resucitado brota hasta el fin de los tiempos la misericordia, la consolación y la esperanza.
Muchos peregrinos han cruzado la Puerta santa y lejos del ruido de las noticias has gustado la gran bondad del Señor. Damos gracias por esto y recordamos que hemos sido investidos de misericordia para revestirnos de sentimientos de misericordia, para ser también instrumentos de misericordia. Continuemos nuestro camino juntos. Nos acompaña la Virgen María, también ella estaba junto a la cruz, allí ella nos ha dado a luz como tierna Madre de la Iglesia que desea acoger a todos bajo su manto. Ella, junto a la cruz, vio al buen ladrón recibir el perdón y acogió al discípulo de Jesús como hijo suyo. Es la Madre de misericordia, a la que encomendamos: todas nuestras situaciones, todas nuestras súplicas, dirigidas a sus ojos misericordiosos, que no quedarán sin respuesta.