Si algo nos ha enseñado la pandemia es que la humanidad forma un todo que nos trasciende, no somos uno más uno más otro y otra, sino una auténtica comunidad. En esta batalla por defender la vida de las personas, nos hemos encontrado con innumerables muestras de solidaridad que, en forma de aplauso, de donación o de oración, han hecho de nuestro mundo un lugar más habitable. Naturalmente, nos hemos unido ante la adversidad, ante el enemigo común. El coronavirus derribó el muro de los siete reinos, si me permiten la metáfora, y los vivos nos unimos ante el ejército de la muerte. Es cierto que, en cuanto los primeros brotes verdes afloraron, aparecieron de nuevo las viejas costumbres: volvimos a mirar nuestro ombligo, que es como el Instagram de la conciencia. Y ahora que encaramos la salida de esta crisis, quizá debamos recordar otra vez que o todos o ninguno. Como ocurrió en la crisis de 2008, los pobres son los que más tarde salieron, si es que lo hicieron. Los más desfavorecidos son siempre los que tienen menos posibilidades de afrontar una ruptura como la que ha provocado el coronavirus. Por eso, muchas familias en el mundo se van a ver obligadas a que sus hijos trabajen. Y el trabajo infantil es una forma de explotación. Acaso ninguna tan cruel. Que los niños se dediquen a estudiar y a jugar es una de las conquistas del mundo moderno que, en la lógica de nuestra sociedad del rendimiento, se ve amenazada. Según la Organización Mundial del Trabajo, que este viernes conmemora el Día Mundial contra el Trabajo Infantil, la actual crisis puede empujar a millones de niños vulnerables a esta nueva forma de esclavitud. En total, 152 millones son obligados a trabajar en el mundo y, de ellos, 72 millones realizan trabajos peligrosos. Para esos menores, el fin del confinamiento no trae consigo la posibilidad de volver al parque o a la escuela. Las fotos que hemos visto de niños corriendo alegres por jardines de Occidente tienen un reverso: la de otros niños doblando la espalda y dejándose la piel en actividades agrícolas o en fábricas. Uno tiende a pensar que las fotos dramáticas de niños no sirven al propósito de concienciar a la sociedad. Creo que tiene más efecto mostrar lo contrario, una imagen de normalidad, como la que acompaña este texto: el niño que salta, que corre, que juega, que se despreocupa del mañana. El futuro es el mundo de los adultos. Nuestra es la tarea de prever, planificar y organizar. El niño debe disfrutar de su presente, porque, si no, cuando llegue a su futuro, este habrá desaparecido. Y no solo para ellos. Si convertimos al niño en una pieza más de ese ciclo inagotable del rendimiento, nos quedaremos sin mundo, porque ellos son la memoria de lo que fuimos, el recordatorio de que la vida no cabe en una hoja de Excel y de que hoy es siempre lo único que existe.