Dicen que el Museo de Bellas Artes, de Sevilla, es la segunda pinacoteca más importante de España. Pero no olvidemos que al aficionado al arte no le gustan las guías Michelín, porque es él quien le pone estrellas a los museos, ni especialistas ni foráneos, y su elección es producto de una afinidad connatural. A mí, el Instituto de Arte de Chicago, que he visitado este verano, me parece paradigmático en cuanto al orden y al valor de las obras, y porque tiene el Hooper más triste, que me recuerda a la soledad llena de multitudes del hombre contemporáneo. En Sevilla duermen unos murillos de pedigrí y el mejor zurbarán, el pintor de los cartujos. De Zurbarán me gustó la anécdota que me narró un historiador sobre la diferencia entre la pintura religiosa y la que se encuentra más alejada de la fe (aunque el motivo sí afecte al hecho sobrenatural): «Una naturaleza muerta de Zurbarán tiene un brillo espiritual más poderoso que el Cristo de Dalí, tan proporcionado y cargado de resoluciones matemáticas».
Los zurbaranes de Sevilla han conseguido dejar el tiempo desabotonado, en suspenso. Los chinos dicen que ven la hora en los ojos de los gatos. Baudelaire escribió que cuando se inclinaba sobre aquella mujer que le inspiraba sus mejores versos, y la miraba fijamente a los ojos, veía con claridad la hora, «constantemente la misma, una hora vasta, solemne, grande como el espacio, sin división de minutos y segundos», y es que cuando uno está con quien ama, al tiempo no le salen grumos. La mirada del espectador de Zurbarán tiene mucho de un estatismo que no desaloja de la realidad, sino que hace descubrir a Dios en los mundos y submundos cotidianos. Aunque para no escaparse de la cotidianeidad, no hay más que dirigirse a la iglesia del convento de los mercedarios, dentro del museo, donde Murillo se te viene encima con la artillería de sus mejores obras. Las santas Justa y Rufina sostienen la Giralda sin inmutarse, y la Virgen aparece siempre con gesto de madre-niña, de mujer incipiente que desvela el secreto de su seno a unos pastores asombradísimos.
Claro, un museo que te recibe con tres patios abiertos (el del aljibe es de ensueño) y con sus silenciosos claustros sólo interrumpidos por el gorgoteo del agua, insinúa que harás un recorrido de honda experiencia religiosa.