Con el poeta Simón Partal, de noche, recorriendo los bares de Granada. Los dos coincidimos en que el hombre de espíritu no se aísla ni se encoge de hombros delante del mundo como si el mundo fuese una enfermedad. Hemos dejado atrás esa fe que profesan los conversos y que consiste en una suerte de aristocracia interior. Esto quiere decir que ahora preferimos a las alturas celestes la barra de un bar, por ejemplo. O el rostro de una persona al retablo de un edificio consagrado al culto.
La verdadera religión nos arraiga, nos mezcla con el mundo en lugar de condenar el mundo y separarlo de nosotros, como si fuera la peste.
La religión es el pretexto de muchas personas para esconderse del mundo, que perciben como un lugar hostil y poblado de peligros morales. Estas personas viven con miedo a lo que hay fuera. Con miedo, en realidad, a lo que sospechan dentro. Porque quienes condenan el mundo con más nervio, blindados por una fe institucional, son los que menos se perdonan y proyectan aquello que no soportan de sí mismos en todo lo demás. El mundo brilla, y su brillo puede causar embrujo, qué duda cabe. Pero lo que llamamos mundo o diablo está dentro de cada uno, igual que pasa con el paraíso. Toda la escritura sagrada lo es no tanto por el desvelamiento de algo sucedido en el pasado y que trajo la catástrofe a la humanidad, sino una cartografía del corazón. Un corazón mortal, tan delicado como una hoja de pan de oro. En el que caben Adán y Eva antes y después del fatídico mordisco.
Ser creyente consiste en beber cerveza a gusto, besar a gusto, amar a gusto, llorar a gusto. Hacer todo lo que el mundo hace, pero con atención. Sin distracciones. Porque el amor y la atención van de la mano. Estas noches he sido feliz bebiendo porque he alejado de mí ese espectro que iba conmigo a todas partes, que consistía en un profesor de moral. Alguien que me iba señalizando lo que era o no era correcto. Que juzgaba la realidad desde una altura interior, disfrazando así el pánico a sufrir.
Decía Rabi’a, una santa musulmana: «Oh Dios mío, si te adoro por temor del infierno, quémame en el infierno, y si te adoro por esperanza del paraíso, exclúyeme del paraíso».
Simón Partal y yo cantamos, dimos palmas, bebimos, vaciamos los vasos entre chistes. Éramos dos hombres espirituales acodados en la barra de un bar, donde la gente se emborracha y dice palabrotas y luego se marcha a lugares más clandestinos para lo suyo. Y no por eso Dios, o como quiera llamarse, estaba ausente. Aquello era un templo, o por lo menos yo veía en cada persona una iglesia. Algo sagrado, que me perdonen. Mi única religión, ahora mismo, es el instante en que estoy atado a mi respiración. La maravilla de este momento que ya se esfuma, mientras lo escribo. Cada cosa que miro y cada acontecimiento. Quizá la única misión del tiempo sea parir la eternidad, y quizá la eternidad no es otra cosa que estar atentos a lo que hay, lo que tenemos delante de las narices.