El milagro del corazón
28º domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 17, 11-19
El Evangelio del domingo XXVIII del tiempo ordinario nos presenta la escena de la curación de diez leprosos en las cercanías de Samaría. Es un pasaje que tiene mucha importancia en Lucas, porque en este Evangelio el samaritano es símbolo de la universalidad de la salvación. Recordemos la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 25-37), que nos dice hasta dónde llega nuestra projimidad: hasta aquellos que están fuera de nuestras fronteras religiosas, culturales, físicas…
El Evangelio presenta a Jesús caminando a Jerusalén —en Lucas Jesús va siempre camino de Jerusalén: hacia la entrega (cf. Lc 9, 51; 13, 22). Precisa ahora que, en lugar de continuar hacia el sur, va a bordear los pueblos fronterizos de Samaría y Galilea, con toda la tensión que hay entre unos y otros. Justamente cuando va a entrar en un pueblo sucede algo inesperado: diez leprosos, excluidos de la sociedad, marginados y condenados al aislamiento como impuros y malditos por Dios y los hombres, van al encuentro de Jesús. Son hombres que, según la ley, tienen el pecado escrito en la piel; es un pecado que corrompe todo el cuerpo, toda la persona, convirtiéndolos en miembros rechazados por la comunidad.
En el texto evangélico de este domingo los leprosos son un pequeño grupo que, manteniéndose alejados, sin acercarse a Jesús, le gritan: «¡Maestro, ten piedad de nosotros!». Es un grito simple y corto, que enfatiza la miseria de estos hombres. Es una invocación al Señor, que es misericordioso y compasivo (cf. Ex 34, 6), y con su poder puede realizar lo que los leprosos solo pueden llegar a desear. Es una jaculatoria muy general, no precisa en su contenido, pero convertida en un eficaz lamento para los que sufren y piden ayuda y consuelo.
Jesús ve a cada uno de estos leprosos personalmente y, movido por la compasión, les da una orden que puede parecer enigmática: «Id y presentaos a los sacerdotes». Jesús obedece la ley. Según el Levítico había unos sacerdotes encargados de diagnosticar la lepra y dar fe de su curación (cf. Lv 13-14). Ellos hacen caso a Jesús y cumplen lo que les pide. Parten inmediatamente, se fían del Señor: si el Maestro les ha dicho que vayan a los sacerdotes, se producirá la curación. Y así sucede: mientras iban, fueron purificados, es decir, su lepra desapareció y quedaron puros.
Pero solo uno vuelve dando gritos, agradeciendo y bendiciendo a Dios, adorando a Jesús. Se postra ante Él. Es decir, en él, gracias a su apertura de corazón, aunque fuera samaritano, se ha producido el milagro. Los otros leprosos han sido curados corporalmente, pero la curación de momento no ha llegado al fondo del corazón. Sin embargo, en este samaritano Dios ha entrado hasta el corazón, y el efecto ha sido no solo la curación de la lepra, sino algo mucho más fuerte: ha reconocido el rostro de Dios en Jesucristo. ¡Qué gran milagro es este! Por eso Jesús alaba a este leproso, lo pone como ejemplo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están?». Jesús los echa de menos, se siente frustrado, porque su milagro no ha logrado lo que pretendía. Ha sido eficaz, porque Él tiene poder, pero el poder de Dios cuenta con la libertad del hombre. Ellos le suplicaron la curación, pero no le pidieron la curación total. No se daban cuenta del mal que tenían dentro; lo único que querían era quedar limpios para ser reintegrados en la comunidad. ¿Pero no había nada dentro de ellos que pedía algo más?
Jesús valora al extranjero y alaba su fe, porque ese ha sido el verdadero resultado del milagro: este hombre ha nacido a la fe, ha nacido al Reino de Dios, ha reconocido a Jesús. Ahora esa lepra interior del pecado que nos oculta a Dios ha desaparecido. No importa si es un samaritano, un extranjero, alguien no vinculado con el yahvismo puro. Lo que importa es que ha resucitado.
Uno de los lugares donde el milagro se pide, se necesita y se desea es ciertamente la enfermedad. Cuando alguien es derrotado por el peso de la enfermedad, se siente limitado y sufre auténticos dolores, levanta la mirada a Dios y clama al Señor, de la misma manera que los leprosos gritan a Jesús en el Evangelio de este domingo: «Maestro, ten compasión de nosotros». Es el grito que surge en el lecho del dolor. La enfermedad nos invita también a caer en la cuenta de nuestra verdadera enfermedad al despertarnos a esa fe que seguramente estaba dormida. La enfermedad saca a flote nuestro verdadero yo. ¡Cuántas veces hemos visto enfermos que se preocupan más de los que están alrededor que de ellos mismos, con mucha discreción y delicadeza, aunque estén rotos de dolor, frente a otros enfermos que no hacen más que exigir y protestar!
La enfermedad nos pone también ante una pregunta interesante: ¿nos damos cuenta cuando nos encontramos sanos de que estamos enfermos de corazón, y de que esa es nuestra enfermedad radical que tenemos que pedir al Señor que nos cure? El milagro que pide el enfermo si es creyente de verdad es, en primer lugar, el milagro del corazón y, en segundo lugar, la curación del cuerpo. De dentro hacia fuera. El milagro del corazón, como ocurre en el Evangelio de este domingo, se traduce al final en un rayo de luz entre las nubes, en un entrever el rostro del Señor, en la fe. Solo quien vive en la libertad y en la gratitud es capaz de pedir y de ver el auténtico milagro, aunque tal vez para eso hay que ser extranjero, pobre o enfermo.
Una vez, yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros». Al verlos, les dijo: «Id a presentaros a los sacerdotes». Y sucedió que, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?». Y le dijo. «Levántate, vete; tu fe te ha salvado».