El mártir adolescente que murió con sotana
El 13 de abril de 1945, tres días después de su secuestro a manos de partisanos comunistas, aparecía el cuerpo sin vida de Rolando Rivi, un joven seminarista al que acusaban, con 14 años de edad, de «espiar a favor de los fascistas». Su proceso de beatificación fue uno de los primeros que aprobó Francisco, pocas semanas después de ser elegido Papa
Profetizó una vez san Pío X que «habría multitud de jóvenes santos y llamados al sacerdocio gracias a Jesús Eucarístico, adorado y recibido por ellos». Rolando Rivi encaja a la perfección en ambas categorías. El futuro beato había nacido en San Valentino, una aldea de Emilia-Romaña, el 7 de enero de 1931. Hijo de Roberto y Albertina, matrimonio humilde y de sólidas convicciones católicas, no tardaron en inculcarlas al segundo de sus tres hijos; baste decir que con 5 años ya ejercía de monaguillo en la parroquia, cuyo titular era el padre Olinto Mazzochini. Este preparó al joven Rolando a la Primera Comunión, que tomó el día del Corpus de 1938, y a la Confirmación, que recibió a finales de junio de 1940. Ambos sacramentos consolidaron la vocación sacerdotal de Rolando que, a mediados de 1942, ingresaba en el seminario de Marola, tomando la sotana el 1 de octubre de ese mismo año. El detalle no es baladí, pues el hecho de vestir de seminarista terminaría siendo la causa de su martirio.
Rivi demostró capacidad de liderazgo y mantuvo firmeza en la fe durante los tres años anteriores a la tragedia. Se percibe en las siguientes palabras, que pronunciaba a menudo: «Un día, con la ayuda de Dios, seremos sacerdotes. Yo seré misionero. Quiero llevar a Jesús a quienes no le conocen. Nuestro deber como sacerdotes es rezar mucho y salvar almas para llevarlas al paraíso». Se podrá decir que rezuman algo de infantil —tenía 11 años—, pero no que carecen de clarividencia o compromiso.
La formación sacerdotal de Rivi se vio truncada en la primavera de 1944, a consecuencia de la invasión, el año anterior, de Italia por parte de Alemania. La presencia de la Wehrmacht implicó, entre otras medidas, el cierre de los seminarios. Rivi volvió a casa de sus padres y prosiguió sus estudios en la escuela local. Este nuevo escenario no afectó a su vigor espiritual: seguía asistiendo a Misa, cantaba en el coro parroquial, impartía catequesis y militaba activamente en las filas de la juventudes de la Acción Católica, por entonces el grupo seglar más importante de Italia.
Sobre todo, seguía llevando la sotana sin estar obligado a ello, pues aún no había recibido las órdenes menores. Era una decisión arriesgada: el furor anticatólico del ocupante nazi actuaba sin contemplaciones —también el de los esbirros mussolinianos de la República Social Italiana: baste recordar el caso del hoy beato Giuseppe Girotti—. Los padres de Rivi le recomendaron prudencia. Él, seguro de sí mismo, de su vocación y de su proyecto de vida, rechazaba las objeciones con un argumento contundente: «¿Qué mal hago llevando la sotana? No me la voy a quitar porque estoy estudiando para ser sacerdote y simboliza mi pertenencia a Jesús». Rivi se libró, por fortuna, del acoso de los soldados alemanes.
Ejecuciones masivas comunistas
Muy distinta iba a ser su suerte con los partisanos comunistas. En marzo de 1945, la liberación de Italia avanzaba a pasos agigantados, de sur a norte, gracias principalmente al esfuerzo militar de los aliados, sin obviar la participación de los grupos partisanos, compuestos por combatientes de muy diversa procedencia ideológica. Los comunistas, además de ayudar a liberar el país, estaban dispuestos a ajustar cuentas. Como demostró en varios libros Giampaolo Pansa, las ejecuciones masivas que llevaron a cabo los de la hoz y el martillo no fueron para nada indiscriminadas. Y Emilia-Romaña (aquel Triangolo rosso de triste recuerdo) fue el epicentro de sus sangrientas hazañas. En las cercanías de San Valentino, cinco sacerdotes fueron asesinados y el propio padre Mazzochini fue violentamente agredido. Rivi se creía a salvo por su juventud. El martes 10 de abril de 1945, tras oír Misa, cogió unos libros y se fue al bosque. Al no volver a la hora prevista, sus padres empezaron la búsqueda. En un lugar que frecuentaba, encontraron una nota: «No le busquéis, ha venido un momento con nosotros, los partisanos». Tres días duró su calvario. Consistió en una sádica mezcla de torturas y humillaciones. Algún secuestrador se propuso liberarlo, pero la mayoría se negó: «Un cura menos». Terminaron llevándolo a un bosque cercano a Piane di Monchio. Obligaron a Rivi a cavar un hoyo y a arrodillarse en su borde. Cuando, sollozando, pidió clemencia, tuvo patadas por respuesta. Mientras oraba, dos disparos de revólver, uno en el corazón y otro en la frente, acabaron con su vida. Su cuerpo estaba cubierto con algo de tierra y hojas secas. Era el viernes 13 de abril de 1945. Rolando Rivi tenía 14 años y tres meses. El odium fidei se había cumplido. Su vida mundana había llegado a su fin; su ejemplo había comenzado. La justicia condenó a los autores del crimen. Hubo que esperar a 2006 para que se iniciase la causa de beatificación, que culminó el 28 de marzo de 2013, cuando el Papa Francisco, en una de sus primeras decisiones, promulgó el preceptivo decreto. El 5 de octubre de ese año era elevado a los altares el mártir adolescente Rolando Rivi. Su corta pero fructífera vida solo tuvo un horizonte: Cristo.