El loco y el viejo
Aparte de compartir abrazos, risas o lo que se tercie con nuestras familias, muchos también aprovechamos la Navidad para reencontrarnos con amigos. La tradicional cena de mi grupo del colegio –mi núcleo duro– nos sirvió para saber qué pasa en nuestras vidas, nos veamos más o menos. Y también para intentar solucionar los problemas del mundo (incluidos los políticos y los futbolísticos), así como para disfrutar de nuestro peculiar Amigo Invisible, con intercambio de regalos. Esa noche eché de menos a Ignacio, que ya nunca ocupará una silla pero siempre tendrá un hueco, y a varios a los que les resultó imposible venir.
Fue el caso de Jaime, el loco, que está estudiando fuera y no llegaba hasta un día después. Creo que el apodo le viene de la época de la universidad, cuando se encerraba en sus libros y apuntes, pero luego él se ha ido ganando que cariñosamente sigamos llamándolo así. Inteligente y trabajador, logró entrar en un programa rotatorio en la rama financiera de una de las mayores empresas del mundo. No sé si en París, Zúrich o Nueva York, decidió que aquello no era lo suyo y que quería reconducir su carrera hacia la economía del desarrollo. Empezó a ahorrar cada céntimo que ganaba y, robándose horas de sueño, postuló a las mejores universidades. Hoy cursa el segundo año de un máster en la escuela de Asuntos Internacionales y Públicos de Columbia (Nueva York) y, gracias a sus resultados, está becado; no sabe dónde estará en unos meses, pero será en algún país empobrecido en el que pueda ayudar a la gente a labrarse un futuro más próspero. Me lo contó tomando un café el mismo día 24, en una de esas raras ocasiones en las que pisa Madrid.
Jaime fue un valiente, un loco que abandonó el sendero fácil, quiso potenciar sus talentos para darse a los demás. Y siempre voy a sentir especial admiración por las personas que, como él, deciden gastar su vida allí donde se ven más necesarios. Me ocurre lo mismo con Borja, otro amigo del colegio, que entró en la Compañía de Jesús con 21 años. Desde pequeño tiene un mechón blanco que le valió el sobrenombre de viejo, pero nunca ha perdido la jovialidad del niño más simpático del mundo y contagia alegría a su alrededor –ahora, en un colegio en Bilbao–. Con él no he conseguido tomarme un café esta Navidad, pero nos lo debemos, ¿eh?