El juicio de Dios
Junto al debate sobre las consecuencias políticas y sociales de la derogación de la doctrina Parot, también es necesario recordar que, además de la justicia humana, existe «un Juez que mirará el alma desnuda» de todo el mundo, también de los terroristas, y determinará «lo que sus acciones y arrepentimiento (o falta de él) se merecen». Por otro lado, frente a la tentación de la venganza, hay que tener en cuenta que ningún terrorista «merece obtener la victoria de nuestra degradación moral». Escribe Javier Aranguren, profesor de Filosofía en el Colegio Gaztelueta, en Leioa (Vizcaya)
El caso de Inés del Río y la derogación de la doctrina Parot merecen comentario. No hay nada en esa mujer que me resulte atractivo: su causa es ridícula, sobre todo al precio de las vidas ajenas (12 guardias civiles que, en realidad, eran 12 muchachos; y 13 víctimas más); su existencia como asesina fue una existencia de alimaña (escondida, huyendo, haciendo daño, celebrando con copas lo que por dentro debería causarle un profundo asco de sí misma); ha pasado 25 años en prisión, sin ver la calle, sin trabajar, sin dejar en su entorno social nada que mereciera la pena, sin ceder el asiento en el autobús o charlar amigablemente con una vecina; y ahora vuelve a la calle, quizá entre abrazos e ikurriñas al principio, pero no quiero ser ella sentada en la sala de su casa, pensando en la vida que no ha tenido (¿y en las que ha quitado?), encontrándose a solas con tanto vacío.
Pero tampoco puedo entender, o compartir, tantas de las reacciones a las que asisto en radio y prensa escrita (no veo la tele). Mucho de lo que he escuchado me ha recordado a la rendición incondicional que se exigió a Japón para terminar la Segunda Guerra Mundial: el precio de tal requerimiento fueron las dos bombas atómicas. Se exige que se arrepienta, se recuerda el número (tremendo, aunque bastaría con una) de las víctimas. Ahora bien, ¿qué se propone para cambiar la conciencia de esta persona?, ¿que el sistema policial, o la sociedad, se meta dentro de ella y así la fuerce a transformarse? Métodos para lograr esto me parece que hay pocos, y todos violentos: uso de drogas, interrogatorios físicos y psicológicos, tenerla encerrada en una celda enana y húmeda a pan y agua y completamente aislada del mundo -guardias incluidos- durante al menos 536 días, ejecutarla… Se puede argumentar: «Eso es lo que ellos han hecho con los secuestrados -¡Ortega Lara!-, o con los asesinados». Y nos preguntaríamos: «¿Acaso debemos ponernos a su altura? ¿Matamos a 25 personas de su familia, de su entorno? ¿Nos dejará eso contentos?» Sabemos de sobra que la respuesta es no.
Vivimos en un estado de derecho. Esto supone ciertas seguridades jurídicas: por ejemplo, el carácter no retroactivo de las leyes. Nos hemos sometido voluntariamente a las indicaciones de ese tribunal porque queremos vivir según unos principios que parecen justos (respetar los derechos humanos). Quienes se han comprometido a esto, lo hacen a sabiendas de que hay otros humanos que no se comprometen, que no los respetan. Pero eso que llamamos Humanidad nos conduce a superar la ley del talión (ojo por ojo, que ya fue un avance), y a combatir al hostes (alguien que atenta contra la justicia y que debe ser combatido en ese aspecto -y no en su totalidad, y por eso no los exterminamos-) sin convertirlo en inimicus (alguien que debe ser odiado, que solo merece un ¡ojalá que no existieras!, ¡ojalá no hubieras nacido!). De otro modo, la distancia entre Inés del Río y nosotros se diluiría, y correríamos el riesgo de convertirnos en seres amargados y pequeños como ella (¿cómo no tener la magnanimidad dolida de quien reconoce un error, una falta, y pide sinceramente perdón?)
Es verdad: eso limita nuestro afán de venganza, que queda cercenado por los límites de la justicia. Pero tal cosa no parece mala: ¡tristes recuerdos los de aquellos hombres que jugaron a ser dioses, decidiendo quiénes merecían vivir o no porque realizaran o no el ideal de libertad que aseguraban defender! (el Terror de la Revolución Francesa, el gulag de Stalin, el coche bomba de Inés del Río). Por eso limitamos las penas: las cárceles como Guantánamo repugnan a los corazones equilibrados. Por eso también debemos reconocer que no tenemos la última palabra: del Río, como ya lo han hecho sus víctimas, se encontrará ante un Juez que mirará su alma desnuda, y solo Él podrá dictaminar con todo equilibrio lo que ella, sus acciones y su arrepentimiento (o falta de él) se merecen.
No podemos jugar a dioses: alguien como del Río no se merece obtener la victoria de nuestra degradación moral.