Dos españoles y el juez mártir de la mafia, camino de los altares
Francisco ha aprobado el martirio de Rosario Angelo Livatino, asesinado por la mafia en 1990. También ha reconocido las virtudes heroicas del español Vasco de Quiroga, primer obispo de Michoacán
El Papa Francisco autorizó el lunes la beatificación de Rosario Angelo Livatino, el juez italiano que plantó cara a la mafia. Al recibir al prefecto de la congregación para las Causas de los Santos, el cardenal Marcello Semeraro, le dio permiso para que se reconociera el martirio del jurista, asesinado el 21 de septiembre de 1990 a los 38 años. Ya en 1993 san Juan Pablo II, en una reunión con sus padres, lo definió como «mártir de la justicia y de la fe».
Rosario Livatino nació en 1952 en Agrigento, una provincia siciliana. Hijo único del abogado Vincenzo Livatino y de Rosalia Corbo, estuvo ligado desde niño a la Acción Católica. Se graduó en Derecho en la Universidad de Palermo, y, poco después, se clasificó entre los primeros puestos para ejercer como magistrado, primero en el Tribunal de Caltanisseta, y después en la corte de Agrigento, como juez asociado. Fue en este período cuando se hizo cargo de las investigaciones más delicadas contra la mafia.
Un trabajo duro en el que le guiaban el crucifijo y el Evangelio que tenía sobre su mesa, y la parada de cada mañana en la iglesia de San José. Después de su muerte, numerosas anécdotas sobre él inundaron Sicilia. Como la contada por el encargado de la morgue, que entre lágrimas relataba las veces que le había visto rezar junto a los delincuentes con los que se había tropezado cuando era fiscal.
Su labor dio fruto
Llamado «el juez niño» por el entonces presidente italiano, Francesco Cossiga, fue asesinado por la Stidda, la mafia local, en la carretera por la que viajaba cada día al Tribunal. Cuatro hombres lo molieron a golpes y luego lo remataron a tiros. No pudo llegar a ver cómo en 1992 aquello por lo que tan duro había trabajado, el descubrimiento de una extensa red de corrupción que implicaba a todos los principales grupos políticos del momento y a varias empresas, llegaba a buen fin.
En junio de 2014, Francisco se lo presentó como ejemplo a los miembros del Consejo Superior de la Magistratura Italiana. Al animarlos a ser «leales a las instituciones y valientes al defender la justicia y la persona humana», destacó el «testimonio ejemplar del estilo propio del fiel laico cristiano» que supone Livatino: «Abierto al diálogo, firme y valiente defensor de la justicia».
«Tata Vasco»
Durante la misma reunión con el cardenal Semeraro, el Santo Padre también reconoció las virtudes heroicas de siete siervos de Dios, entre ellos dos españoles: Vasco Vázquez de Quiroga, primer obispo de Michoacán (1470-1565), y Antonio Vicente González (1817-1851), sacerdote canario. Los demás son los italianos Bernardino Piccinelli (1905-1984), Antonio Seghezzi (1906-1945, en el campo de concentración de Dachau), Bernardo Antonini (1932-2002, en Kazajistán) y Rosa Staltari (1951-1974); y el polaco Ignacio Stuchly (1869-1953).
Con el reconocimiento de las virtudes heroicas de Quiroga, Francisco acerca el horizonte de la beatificación de uno de los grandes misioneros españoles a los que admira. Y el único que todavía no ha sido elevados a los altares. En su viaje a México, de 2016, en Morelia Francisco quiso celebrar con el báculo y el cáliz del primer obispo de Michoacán. En la homilía, recordó que fue conocido como «el español que se hizo indio» y como «Tata Vasco», que en lengua purhépecha significa «papá». Nacido en 1470 en Madrigal de las Altas Torres (Ávila) y formado en leyes, llegó a México en 1536 tras un notable servicio a la Corona.
Allí comenzó a construir iglesias, hospitales, escuelas y misiones, en mitad de la conquista del país, hasta que fue elegido para ser obispo. «La realidad que vivían los indios purhépechas, descritos por él como “vendidos, vejados y vagabundos por los mercados”, lejos de llevarlo a la tentación de la acedía y de la resignación, movió su fe, su vida y su compasión, y lo impulsó a realizar diversas propuestas que fuesen de respiro ante esta realidad tan paralizante e injusta», subrayó Francisco en Morelia. Nunca dejó de defenderlos, aunque ello le valió la enemistad del virrey.
Mártir del cólera
Similar amor al prójimo fue el que mostró Antonio Vicente González. Nacido en Agüimes (Gran Canaria) en 1817 y formado en los dominicos, fue desde su ordenación el primer párroco de Santo Domingo, en el barrio de Vegueta, en Las Palmas. También fue fiscal de la diócesis, secretario, vicerrector y catedrático de Teología del seminario. Sin embargo, a pesar de ser un gran orador, fue recordado sobre todo por su fe y su amor a los pobres y enfermos.
En 1847, cuando la hambruna llegó a la isla, instaló en su parroquia un centro de caridad pionero. Ese mismo centro se transformó cuatro años después en un pequeño hospital improvisado para hacer frente al cólera. La epidemia se extendía rápidamente debido a las insalubres condiciones de vida de las clases más pobres. Muchos huyeron de la ciudad. Pero el padre González siguió al pie del cañón. «Se dedicó a hacer de médico, de padre, de hermano y de sacerdote». Acabó contagiándose y muriendo a los 34 años, lo que le ganó la fama de ser el «buen pastor canario».