Las palabras utilizadas durante la conferencia de prensa para presentar el informe sobre los abusos en la diócesis de Múnich, así como las 72 páginas del documento dedicado al breve episcopado bávaro del cardenal Joseph Ratzinger, han llenado las páginas de los periódicos en la última semana y han provocado algunos comentarios muy fuertes. El Papa emérito, con la ayuda de sus colaboradores, no eludió las preguntas del estudio de abogados encargado por la diócesis de Múnich de elaborar un informe que examina un período muy largo, desde el episcopado del cardenal Michael von Faulhaber hasta el del actual cardenal Reinhard Marx. Benedicto XVI respondió con 82 páginas, tras haber podido examinar parte de la documentación en los archivos diocesanos. Como era previsible, han sido los cuatro años y medio de Ratzinger al frente de la diócesis bávara los que acapararon la atención de los comentarios.
Algunas de las acusaciones ya se conocían desde hace más de diez años y ya habían sido publicadas por importantes medios de comunicación internacionales. Son cuatro los casos imputados actualmente contra Ratzinger, y su secretario particular, monseñor Georg Gänswein, ha anunciado que el Papa emérito emitirá una declaración detallada cuando haya terminado de examinar el informe. Mientras tanto, se puede replicar con fuerza la condena de estos crímenes, siempre reiterada por Benedicto XVI, y se puede volver a lo que se ha hecho en los últimos años en la Iglesia desde su pontificado.
El abuso de menores es un crimen terrible. El abuso de menores por parte de los clérigos es posiblemente un delito aún más repugnante, y así lo han repetido los dos últimos Papas sin cansarse: clama en venganza ante Dios que los pequeños sufran violencia a manos de los sacerdotes o religiosos a los que sus padres les confían la educación en la fe. Es inaceptable que sean víctimas de depredadores sexuales que se esconden tras el hábito eclesiástico. Las palabras más elocuentes sobre este tema siguen siendo las de Jesús: quien escandalice a los pequeños, más vale que se ate una piedra de molino al cuello y se arroje al mar.
No hay que olvidar que Ratzinger, como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ya había combatido el fenómeno en la última fase del pontificado de San Juan Pablo II, del que había sido un estrecho colaborador, una vez convertido en Papa. Promulgó normas durísimas contra los clérigos abusadores, verdaderas leyes especiales para combatir la pederastia. Además, Benedicto XVI dio testimonio, con su ejemplo concreto, de la urgencia del cambio de mentalidad tan importante para combatir el fenómeno de los abusos: escuchar y estar cerca de las víctimas a las que siempre hay que pedir perdón. Durante demasiado tiempo, los niños maltratados y sus familiares han sido mantenidos a distancia, en lugar de ser considerados como personas heridas a las que hay que acoger y acompañar por caminos de curación. Desgraciadamente, a menudo han sido distanciados e incluso señalados como «enemigos» de la Iglesia y de su buen nombre.
Fue el propio Joseph Ratzinger el primer Papa que se reunió con las víctimas de abusos varias veces durante sus viajes apostólicos. Fue Benedicto XVI, incluso en contra de la opinión de muchos autodenominados ratzingeristas, quien, en medio de la tormenta de escándalos en Irlanda y Alemania, propuso el rostro de una Iglesia penitente, que se humilla pidiendo perdón, que siente consternación, remordimiento, dolor, compasión y cercanía.
Es precisamente en esta imagen penitencial donde reside el corazón del mensaje de Benedicto. La Iglesia no es un negocio, no se salva solo por las buenas prácticas o por la aplicación, aunque indispensable, de normas estrictas y eficaces. La Iglesia necesita pedir perdón, ayuda y salvación a quien puede darlo, al Crucificado que siempre ha estado del lado de las víctimas y nunca de los verdugos.
Con extrema lucidez, en el vuelo a Lisboa en mayo de 2010, Benedicto XVI reconoció que «los sufrimientos de la Iglesia provienen precisamente del interior de la Iglesia, del pecado que existe en la Iglesia». Esto también se ha sabido siempre, pero hoy lo vemos de una manera verdaderamente aterradora: que la mayor persecución de la Iglesia no viene de los enemigos de fuera, sino que nace del pecado dentro de la Iglesia y que, por tanto, la Iglesia tiene una profunda necesidad de reaprender la penitencia, de aceptar la purificación, de aprender el perdón, por una parte, pero también la necesidad de la justicia. El perdón no sustituye a la justicia. Palabras precedidas y seguidas de hechos concretos en la lucha contra la lacra de la pederastia clerical. Todo esto no puede olvidarse ni borrarse.
Las reconstrucciones contenidas en el informe de Múnich, que –hay que recordar– no es una investigación judicial ni una sentencia definitiva, ayudarán a combatir la pederastia en la Iglesia si no se reducen a la búsqueda de chivos expiatorios fáciles y a juicios sumarios. Solo evitando estos riesgos podrán contribuir a la búsqueda de la justicia en la verdad y a un examen de conciencia colectivo sobre los errores del pasado.