Un hombre tirado en medio del asfalto intenta incorporarse al descubrir una botella de agua. Apenas puede levantar su cuerpo mientras su mirada se clava en el preciado tesoro. Hace pocos minutos que ha llegado en un cayuco, junto a 44 compañeros, a una playa del sur de Gran Canaria. A su alrededor la imagen es aterradora: la mitad de los viajeros también están echados en posiciones que denotan que están al límite de sus fuerzas tras un penoso viaje de más de 1.000 kilómetros desde las costas africanas.
Han tenido suerte. En los días anteriores, varios cayucos parecidos han naufragado intentando llegar a Europa por la ruta canaria. Nadie sabrá nunca cuántos han desaparecido en las feroces aguas del Atlántico, ese océano que se ha tragado miles de hombres, mujeres y niños desde el 2001. Una gran fosa común, peor que el Mediterráneo y, ahora, la más mortífera del planeta. Según la ONU una de cada 16 personas mueren en el intento.
La ruta canaria se ha reabierto hace unos meses, pero ahora está a pleno rendimiento. Más de 11.000 personas han llegado a las costas canarias este año, la mayoría en los dos últimos meses. Pero no los hemos podido ver, son invisibles. Solo sabemos las cifras, pero no podemos ver a las personas, ya que el Ministerio del Interior prohíbe el acceso necesario a los periodistas y fotoperiodistas a los desembarcos de personas migrantes y refugiadas rescatadas por los incansables trabajadores de los barcos de Salvamento.
En los años anteriores los periodistas podíamos asistir, a pocos metros, a las llegadas en todos los puertos de España. Ahora la Policía Nacional cumple órdenes de impedir, sistemáticamente, el derecho constitucional –artículo 20 de la Constitución Española–, de la libertad de información y del derecho de los ciudadanos a ser informados. Solo podemos ver bultos lejanos en grupo, sin apenas distinguir sus rasgos, ni el estado físico ni el sexo, lo que facilita el discurso del odio y la xenofobia creciente e impide la empatía y el conocimiento.
El Ministerio del Interior, con Grande Marlaska, inició en 2018 una nueva política migratoria: cerrar la ruta del Mediterráneo para reducir las cifras de inmigración irregular, impedir a Salvamento Marítimo rescatar personas en peligro donde antes lo hacían y pagar al Gobierno de Marruecos, junto a la Unión Europea, más de 150 millones de euros para reprimir las salidas de su zona norte. El resultado, totalmente, previsible, es la actual reapertura de la letal ruta canaria.
Si el hombre que mira la botella de agua no hubiera llegado a una playa, nunca hubiera podido fotografiar su mirada y su estado. Y los ciudadanos no podrían ver, sentir y pensar ante lo que están viendo. Lo habrían llevado en un barco de Salvamento al puerto de Arguineguín (Gran Canaria) fuera de los ojos de los ciudadanos y de los fotoperiodistas.
Tampoco podemos entrar en el campo de concentración de migrantes y refugiados creado en el muelle y donde, hasta hace unos días, han llegado a estar más de 1.500 personas hacinadas, durmiendo sobre el asfalto con una manta y 500 de ellos durmiendo al raso, sin la débil protección de una tela de carpa.
Me avisan ahora de un posible nuevo desastre, parece que un cayuco a la deriva puede estar a punto de naufragar, con 100 personas a bordo. Están achicando agua, llevan más de diez días en el mar y con mal tiempo. Intento imaginar sus rostros de miedo, que no podré fotografiar, pero la desazón me invade cuando recuerdo que tampoco podré verlos en el puerto por orden ilegítima de la autoridad.