El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido
Martes de la 33ª semana del tiempo ordinario / Lucas 19, 1-10
Evangelio: Lucas 19, 1-10
En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó e iba atravesando la ciudad.
En esto, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura. Corriendo más adelante, se subió a un sicomoro para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y le dijo:
«Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa». Él se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento.
Al ver esto, todos murmuraban, diciendo:
«Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador». Pero Zaqueo, de pie, y dijo al Señor:
«Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más». Jesús le dijo:
«Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».
Comentario
Zaqueo «trataba de ver quién era Jesús». Pensó que lo mejor era elevarse. Era poca cosa, y se le ocurrió que la altura de un árbol sería de ayuda. Pero desde ahí no vería «quién era Jesús», sino tan sólo vería a Jesús pasar. Para ver quién es Jesús es necesario conocerle personalmente. Así, tampoco la altura teológica es nada sin el encuentro personal con Cristo.
Por eso, Jesús le pide que descienda y le invite a casa: «Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa». La alegría interior le llena con la presencia de Jesús en la intimidad de su hogar; pues, «lo recibió muy contento». Y esa alegría se transforma en una generosidad, en la entrega de sus bienes, que significa la entrega de su propia vida: «Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más».
Algo así debió sentir María también en su interior el día de su presentación a Dios. Toda ella ya era de Él; pues, nada había podido nunca alejarle de Él. No le olvidaba. Le acompañaba la secreta sensación de pertenecerle, que contentaba su corazón hasta el punto de no de no poder entregarse a nadie más. Pero ese día pudo María ofrecerle su vida por entero al amor de su alma.