El grano de trigo que da fruto
5º domingo de Cuaresma
La inminencia de la celebración anual de la Pascua está reflejada en los pasajes evangélicos de estos últimos días. Para ayudarnos a esta conmemoración, la Palabra de Dios centra su mirada en los episodios más destacados de Jesús a pocos días de su Pasión. Como preparación a este acontecimiento, el Evangelio subraya la creciente tensión entre Jesús y los judíos, reflejada habitualmente en las controversias con las autoridades religioso-civiles israelitas. Pero hay otro modo de comprender lo que va a suceder: el acercamiento a la comprensión de Jesús sobre su propio destino, condensada en los versículos que escuchamos este domingo.
El inicio del texto evangélico nos permite divisar ya un horizonte de actuación del Señor que va a tener consecuencias más allá de las fronteras de Jerusalén o del pueblo elegido. Con el objetivo de celebrar la Pascua acuden a la Ciudad Santa algunos griegos que, a su vez, quieren ver a Jesús. Así se lo comunican a Felipe. Es significativo que Felipe, al igual que Andrés, tenga un nombre de origen griego. De hecho, reflejar el origen de este apóstol, Betsaida de Galilea, puede querer indicar que procedía también de una tierra de gentiles, de personas que, a diferencia de los habitantes de Judea, en el sur, no eran especialmente conocidas por su religiosidad. Así pues, en línea con el hilo temático de los Evangelios de los dos últimos domingos, en los que contemplábamos a Jesús como templo de Dios y dando vida eterna elevado en la cruz, ahora la Pascua judía se va a convertir en Pascua de Jesús, un acontecimiento imposible de encerrar ya en las fronteras de un territorio. Al mismo tiempo, lo que en principio constituía un anhelo, el deseo de ver a Jesús, algo que naturalmente superaría la mera curiosidad de quien se acerca a un personaje célebre, será la verdadera finalidad de la peregrinación. De dirigirse a Jerusalén, los griegos van a caminar directamente hacia el Señor. Con este recuerdo, san Juan pretendió, años después de este encuentro, rememorar la voluntad de Jesús de ofrecer una salvación abierta a todos los hombres. Se trata del cumplimiento de la nueva alianza, ya anunciada por el profeta Jeremías en la primera lectura; una alianza que queda sellada en los corazones, va ligada al perdón de los pecados y cuya universalidad se garantiza con la expresión: «Todos me conocerán».
La hora de la glorificación
La respuesta de Jesús a los discípulos encierra el sentido más profundo de su entrega en la cruz. Mediante la imagen del grano de trigo que cae y muere, de la glorificación y del juicio, su muerte se presenta como un acontecimiento que no aparece nunca como un fracaso. Por el contrario, san Juan presenta a Jesús triunfando en la cruz, como recordaba el Evangelio del domingo pasado con la comparación de Jesús levantado como la serpiente de Moisés en el desierto. De nuevo, aquí se afirma: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». De este modo, aunque Muerte y Resurrección son hechos distintos y sucesivos, la adopción del mismo término –elevar– para los dos acontecimientos constata, tanto la unidad del misterio pascual, dado que en Jesús no podemos separar muerte, resurrección y glorificación, así como una visión gloriosa de estos sucesos. Ello no significa, sin embargo, que el Señor pase por alto o se desentienda de los padecimientos, o que sean comprendidos como una apariencia o ficción.
Las palabras de Jesús reflejan la condición de caer en tierra y morir, de no buscarse a sí mismo o de convertirse en servidor de los demás para acceder a esta gloria. Asimismo, no oculta el Señor la agitación de su alma, algo que presenta también con dramatismo la carta a los hebreos, al indicar que Cristo «a gritos y con lágrimas presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte». En resumidas cuentas, Jesús es plenamente consciente de los sufrimientos reales que le aguardan, pero completamente confiado en la fecundidad de su propia entrega.
En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, queremos ver a Jesús». Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.
Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo honrará.
Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora: Padre, glorifica tu nombre».
Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo». La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.