La Unión Europea conmemora esta semana el 60 aniversario de los Tratados de Roma, pero sin grandes fastos. 60 años después de la firma que selló la Comunidad Económica Europea y el Euratom, el proyecto está sumido en una crisis, con el reto del brexit y con la posibilidad de la desintegración sobre la mesa. En estas circunstancias, es grande la tentación de idealizar el plan original de los llamados padres de Europa.
Si bien es cierto que debemos estos 60 años de paz a hombres como Jean Monnet, Robert Schuman, Konrad Adenauer, Alcide de Gasperi y Paul-Henri Spaak, sería un error pensar que tenían un plan concreto. Aquellos tratados que ahora festejamos nacieron como un remedio para superar un estrepitoso fracaso. El mérito de aquellos líderes no fue su clarividencia sino su flexibilidad, su perseverancia y una amistad sincera que se forjó en la búsqueda del bien común.
Todo empezó siete años antes, cuando el ministro de Exteriores de Francia, Robert Schuman, propuso a la República Federal Alemana de Konrad Adenauer un nuevo comienzo en pie de igualdad. Después de la II Guerra Mundial –y de tantas otras guerras franco-alemanas–, Schuman quería una nueva relación basada en el perdón, en el respeto y en la fraternidad. En cuanto se conocieron personalmente, estos dos católicos supieron que podían confiar el uno en el otro. Estaban convencidos de que la Providencia les encomendaba sacar adelante una revolución pacífica.
El plan concreto, sin embargo, se lo debemos a Jean Monnet. Él tuvo la idea de proponer la gestión conjunta de los minerales de la cuenca del Rhur, que alimentaban la industria militar de ambos países. De esta manera la guerra entre Francia y Alemania no solo sería indeseable para los socios, sino materialmente imposible. La Comunidad del Carbón y del Acero (CECA) debía de ser la primera de una serie de comunidades que unirían a los pueblos de Europa.
Cambiar los corazones de los europeos
¿Qué forma tomaría esa Europa unida? No lo sabían. Y tampoco les importaba mucho. Lo importante era andar el camino juntos. Lo importante era cambiar los corazones de los europeos y construir una verdadera comunidad. En palabras de Schuman, «la comunidad propone el mismo objetivo a cada miembro, que la filosofía de santo Tomás llama el bien común. Este existe lejos de cualquier motivo egoísta. El bien de cada uno es el bien de todos y viceversa».
De Gasperi (Italia) y Spaak (Bélgica) quisieron que sus países participaran desde el comienzo. A pesar de pertenecer a diferentes partidos políticos (Spaak era socialista, mientras que Adenauer, Schuman y De Gasperi eran democristianos), creían tener la obligación moral de cambiar el curso de la historia. Pusieron a Europa por encima de cualquier interés nacional o partidista.
Todos habían sobrevivido a dos guerras mundiales y superaban ya los 60 años de edad. Estaban dispuestos a sacrificar su carrera política y su reputación para dejar un legado de paz. Inspirados por filósofos personalistas como Jacques Maritain y Emmanuel Mounier, pretendían levantar una nueva sociedad cimentada en la dignidad humana, el respeto a las libertades y a la democracia, y una economía centrada en la promoción de la persona.
El Holocausto les había hecho conscientes de la fragilidad de las buenas intenciones. Las sociedades caen con demasiada facilidad en el odio y en el egoísmo. Por eso veían necesario un sistema de negociación institucionalizado.
Seis pueblos, una familia
Estos hombres, sin embargo, trataron de ir demasiado lejos demasiado rápido. Solo dos años después de poner en marcha la CECA firmaron un tratado para crear una Comunidad Europea de la Defensa (CED). Imaginaron un Ejército Europeo, con un mando único. Y para este mando único comenzaron a discutir cómo construir una Comunidad Política. Pero la Asamblea francesa votó en contra de la CED en 1954, echando por tierra los sueños de los padres de Europa. No había plan B. De Gasperi murió al poco tiempo, con la gran pena de ver frustrado su sueño de una unión política. Schuman quedó relegado dentro de su propio partido, y Adenauer pensó que, terminado el sueño de la Europa unida, debía volverse a Estados Unidos para afianzar el futuro de la RFA.
Entonces fueron los tres del Benelux quienes tomaron la iniciativa. Fue el liberal holandés Johan Willem Beyen quien propuso un mercado común, inspirado por la experiencia ya existente entre Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Mientras, Monnet propuso revivir las comunidades con la gestión conjunta del uso pacífico de la energía atómica.
Los seis socios discutieron ambos proyectos. A Francia no le convencía el mercado común, porque a Monnet le parecía prematuro. Por su parte, Alemania no quería nada que ver con la energía atómica. Finalmente, con cesiones de todos, lograron un equilibrio y aprobaron ambos tratados.
El 25 de marzo de 1957 los signatarios sabían que hacían historia. Las calles de Roma estaban decoradas con carteles que recordaban: «Seis pueblos, una familia, por el bien de todos». Sin vencedores ni vencidos, sin divisiones entre ricos y pobres, entre norte y sur. Solo el horizonte de seguir ampliando la familia mediante una continua renovación del espíritu de comunidad. Esta es la fórmula. A los futuros europeos les dejaban la tarea de decidir cómo materializar su sueño de una unión siempre más estrecha.