El expolio de la cultura en España
Durante décadas, los españoles han sido despojados de su consistencia cultural, de su densidad como nación civilizada, de sus saberes… En los mismos años en que crecía la especulación, se engordaba el consumo y se compartía una impresión farsante de felicidad, los españoles se han convertido en unos ignorantes.
La crisis integral que vive España ha tenido una sola y amarga ventaja: la de exteriorizar la corrupción cultural oculta bajo la piel de una bonanza económica despreocupada de la justicia, y silenciada por el arrullo de una apatía cívica que se confundía con la moderación. Esta nación ha sido despertada de su indolencia y ha contemplado su propia desnudez moral en el espejo del fracaso de su modo de vivir. Mucho me temo que el baño de realidad que estamos sufriendo no podrá convertirse fácilmente en una duradera y profunda recuperación de la lucidez. En el camino de ese despojo de valores, de ese adelgazamiento de creencias y de esa alergia al rigor intelectual por los que ha transitado España en el cruce de dos siglos, han quedado demasiados recursos de nuestra civilización, que ahora nos serían necesarios para recuperar el temple con que abordar unos tiempos decisivos.
No hay debate político en el que no se nos recuerden los derechos sociales perdidos por los españoles que amenazan la libertad real de la ciudadanía. Ninguna persona con sentido común podrá sentirse a gusto en una sociedad cuyo futuro se mira como intimidación individual y no como esperanza colectiva. Nadie digno de considerarse patriota aceptará que España continúe asomándose a la historia con miedo y resignación en vez de esgrimir el esfuerzo y la confianza con que las naciones construyen su propio destino. La crisis ha avanzado sobre pérdidas materiales inmensas. Pero ha crecido, sobre todo, en la inseguridad, en el temor a nuestra propia insignificancia, en la metamorfosis del miedo en una manera indigna de existir.
Si nuestros parlamentarios se arrojan unos a otros la responsabilidad de la pérdida de bienestar y de las garantías sociales, un inquietante consenso se establece para silenciar la privación del primer derecho de una nación, el tener conciencia de sí misma. Porque durante décadas los españoles han sido despojados de su consistencia cultural, de su densidad como nación civilizada, de sus saberes que definían nuestro carácter y afirmaban nuestra personalidad. En los mismos años en que crecía la especulación, se engordaba el consumo y se compartía una impresión farsante de felicidad, los españoles se han convertido en unos ignorantes.
España ha destruido un sistema educativo que, desde el inicio de la sociedad moderna, ha sido un método de promoción personal y recompensa del mérito, pero también una forma de sostener en pie lo que una civilización sabe de sí misma. La calidad de la enseñanza ha naufragado en la sumisión a métodos experimentales de ineficacia probada, en la defensa corporativa de mezquinos intereses de profesores, en la atención a las más desatinadas demandas de padres y de alumnos, e incluso en la ridiculización del esfuerzo, la autoridad y el magisterio en las aulas.
Curiosamente, las encolerizadas discusiones sobre la formación de gobierno han dejado al margen toda reflexión acerca de esta pérdida monumental. Aquí hay una ley del silencio inexpugnable, porque afecta a una complicidad que a todos atañe: a quienes confunden el liberalismo con la contabilidad y a quienes creen que la socialdemocracia afirma el desprecio del mérito individual. Unos y otros han gobernado España desde el inicio de la Transición. A unos y a otros hay que pedir cuentas por la devastación cultural provocada por las reformas educativas de los últimos treinta años.
Esto es lo que no se discute en los incansables debates de investidura y sus aledaños, lo que se mantiene estancado en la conciencia de los españoles. En esta nación que quiere dotarse de leyes de memoria histórica y recuperación urgente del pasado, izquierdas y derechas han permitido que se desmantele un patrimonio que ni siquiera es nuestro, sino que pertenece a algo que está muy por encima de nuestra voluntad personal, de gobierno y hasta de generación. Como si nada supiéramos del expolio de nuestra historia, de la obra magnífica de nuestra civilización, nos permitimos despejar las humanidades a un arcén despreciable adonde van a parar recursos escasos, alumnos poco motivados y profesores a los que se desmoraliza con sistemas de evaluación, pensados para las ciencias experimentales.
Claro está que las responsabilidades de la izquierda y la derecha deben atribuirse con justicia. Cada vez que la derecha ha tratado de introducir medidas de exigencia, de premio al esfuerzo, de defensa de la autoridad en el aula, la izquierda ha levantado las desvencijadas banderas de lo que ella falsifica como igualdad, dando la espalda a su propia tradición de meritocracia. Ya me gustaría ver la cara con la que los fundadores de la Institución Libre de Enseñanza o los creadores de los Ateneos libertarios examinarían las pintorescas reivindicaciones de los sindicatos de estudiantes. Ya me gustaría imaginar la severidad con la que los intelectuales republicanos empeñados en fundar bibliotecas municipales y llevar el teatro clásico a todos los rincones de España juzgarían la resistencia de esos cabecillas juveniles a las evaluaciones rigurosas de los conocimientos adquiridos.
Nada debería asombrarnos al llegar a este punto de desertización cultural de España. Con desesperada sensatez, profesores de bachillerato y universidad han venido clamando contra el verdadero fracaso escolar de nuestro país, que es la pérdida del más elemental sentido de la orientación en nuestro sistema educativo. No es que no se sepa distinguir entre ciencia y cultura, habilidades instrumentales y saber humanístico, conocimiento técnico y formación. Es mucho peor que eso. Se distingue perfectamente entre ambos campos, pero se elige desterrar un conjunto de saberes sin los que una civilización deja de serlo y amputa a sus hombres en sus oportunidades de realización.
Ni siquiera podemos consolarnos pensando que esto era inevitable como fruto de una reprobable marcha de los tiempos. Por el contrario, ha sido el producto de decisiones tomadas en beneficio de todos, menos en el de una cultura de la que nuestros jóvenes han sido privados de manera feroz. Se ha actuado así porque se deseaba satisfacer ansiosas reivindicaciones sindicales que exigían la revocación del control de los conocimientos del profesorado y se buscaba establecer métodos de promoción universitaria en los que la gestión se valoraba más que la investigación y la docencia. Porque lo que se reclamaba era renunciar a criterios rigurosos de selección, imposición de reválidas y la continuada evaluación de quienes tienen derecho a que su esfuerzo sea considerado un factor de distinción.
Quizás disponemos ya de una sociedad que puede medirse en investigación científica con los países desarrollados, y que solo precisa de recursos económicos mayores para mantener sus resultados. Pero, junto a esta indudable mejora, nos resentimos gravemente en todas aquellas cuestiones que nos hacen responsables de unos valores, poseedores de una tradición, portadores de unos conocimientos en proceso de disolución. Todo ese saber no nos hace solamente personas más cultas. Nos hace personas más libres, más capaces de trascender una existencia rutinaria, más cerca de la plena realización del espíritu, más cerca de la felicidad.
Publicado en ABC, el 1-10-2016