El éxito de san Francisco Javier
Francisco pisará el sábado, en Nagasaki, la colina de Mashizaka. La misma en la que fueron crucificados y atravesados con lanzas en 1596 san Pablo Miki y otros 25 compañeros (otros dos jesuitas japoneses, seis franciscanos extranjeros y 16 terciarios franciscanos nipones). Allí se levanta desde 1962 el Museo de los 26 Mártires. Creado por los jesuitas y dirigido por el italiano Domenico Vitali, alberga el testimonio de la evangelización del país del sol naciente y del heroísmo de sus misioneros y (sobre todo) sus fieles: los 26 canonizados en 1862 por Pío IX, los cientos que dieron su vida entre los siglos XVI y XIX (algunos elevados ya a los altares, otros muchos no), y los miles que durante dos siglos y medio mantuvieron la fe, de forma clandestina, en esta región del sur de Japón.
«Conservaron la fe sin sacerdotes. La respuesta a cómo lo lograron es muy sencilla: nunca dejaron de rezar en casa y de transmitir la fe a sus hijos», narra el padre Vitali. Para él, la supervivencia de esta Iglesia escondida es el principal «éxito» de san Francisco Javier y de los primeros misioneros en el país. Más que el crecimiento del cristianismo en el medio siglo que transcurrió entre su llegada en 1549 y el momento en el que el recelo hacia Occidente derivó en persecución.
Con momentos de mayor o menor dureza, las autoridades japonesas nunca desistieron de erradicar totalmente el cristianismo. Prueba de ello son algunos objetos del museo, como los fumie, imágenes de Jesús y María hechas para ser profanadas. A los sospechosos de ser cristianos «se les obligaba a presentarse en el templo [sintoísta] y pisarlas, para demostrar que no lo eran», cuenta el jesuita.
Kakure kirishitan
A pesar de ello, los kakure kirishitan o cristianos escondidos lograron subsistir. Hasta que, en 1865, un grupo de ellos se acercó con gran secreto a la iglesia que Japón había permitido construir a misioneros franceses para los extranjeros en Nagasaki; hoy, basílica de Oura, la iglesia más antigua del país. Para sorpresa de los sacerdotes, les preguntaron por el Papa y por la Virgen, y si ellos se casaban. Lo que sus antepasados les habían indicado. «Tenemos lo mismo en el corazón que vosotros», confesaron finalmente, emocionados, cuando las respuestas de los sacerdotes los dejaron satisfechos.
Pronto, empezaron a llegar más y más… para disgusto de los dirigentes nipones. Quedaba casi una década para que llegara la libertad religiosa en 1873, y estos fieles pagaron los últimos estertores de la persecución. «El Gobierno los dispersó entre 21 localidades diferentes. Vivían en condiciones muy difíciles, sometidos a presión. Quien no se convertía al sintoísmo era tratado con dureza. Algunos murieron de hambre. No conocemos los nombres de todos. Pero sí de 37». Su causa de canonización está abierta, y el padre Vitali se encarga de ella.