«Todos nos dicen que es importante ir a misa el domingo. Nosotros iríamos con mucho gusto, pero, a menudo, nuestros padres no nos acompañan, porque el domingo duermen. El papá y la mamá de un amigo mío trabajan en un comercio, y nosotros vamos con frecuencia fuera de la ciudad a visitar a nuestros abuelos. ¿Puedes decirles una palabra para que entiendan que es importante que vayamos juntos a Misa todos los domingos?»: se lo preguntó al Papa una niña, Julia, que intervino en la catequesis que, en forma de coloquio espontáneo, dirigió Benedicto XVI, al comienzo de su pontificado, el 15 de octubre de 2005, en la plaza de San Pedro, a unos cien mil niños que habían hecho, ese año, la Primera Comunión, o que iban a hacerla pronto. Antes de la citada pregunta, les contó cómo vivió él su Primera Comunión: «Comprendí que Jesús entraba en mi corazón, que me visitaba precisamente a mí; y, junto con Jesús, Dios mismo estaba conmigo; y que era un don de amor que realmente valía mucho más que todo lo que se podía recibir en la vida; así me sentí realmente feliz, porque Jesús había venido a mí».
Los niños escuchaban al Papa con mucha atención, sintonizaban de veras con lo que les decía, y así llegó la pregunta de Julia, que ponía bien en evidencia esa fe que resplandece en los niños, tan verdadera que el mismo Jesús, a los adultos discípulos que discutían sobre quién era el más importante en el reino de los cielos, les puso un niño delante para decirles: «En verdad os digo que, si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. El que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos».
Y así respondió a Julia el Santo Padre: «Creo que sí puedo decirles una palabra a los padres. Naturalmente, con gran amor, y gran respeto por los padres que, ciertamente, tienen muchas cosas que hacer. Sin embargo, con el respeto y el amor de una hija, se puede decir: Querida mamá, querido papá, sería muy importante para todos nosotros, también para ti, encontrarnos con Jesús. Esto nos enriquece, trae algo muy importante a nuestra vida. Juntos podemos encontrar un poco de tiempo, podemos encontrar una posibilidad. Quizá también donde vive la abuela se pueda encontrar esta posibilidad. En una palabra, con gran amor y respeto, a los padres les diría: Comprended que esto no sólo es importante para mí, que no lo dicen sólo los catequistas; es importante para todos nosotros; y será una luz del domingo para toda nuestra familia».
«La misión de los padres —decía Juan Pablo II, en su Carta a los niños, en el Año de la familia, de 13 de diciembre de 1994— no consiste sólo en tener hijos, sino también en educarlos desde su nacimiento». ¿Y qué es educarlos —hemos de preguntar— sino llevarlos a Cristo? En su anterior Carta a las familias, de 2 de febrero de aquel año, lo decía así el Papa: «¡Esposos y familias de todo el mundo: el Esposo está con vosotros! Vosotros, que engendráis a vuestros hijos para la patria terrena, no olvidéis que, al mismo tiempo, los engendráis para Dios».
Hoy, casi dos décadas después, hace falta recordarlo con una fuerza aún mayor; de modo especial, el recordatorio que les hacía Juan Pablo II de la celebración de su boda: «Las palabras del consentimiento expresan lo que constituye el bien común de los esposos e indican lo que debe ser el bien común de la futura familia. Para ponerlo de manifiesto, la Iglesia pregunta si están dispuestos a recibir y educar cristianamente a los hijos que Dios les conceda. La acogida y educación de los hijos —dos objetivos principales de la familia— están condicionadas por el cumplimiento de ese compromiso». Y ahí está Dios mismo, hecho Niño, para que entendamos de una vez que esa prioridad de los niños lo es, y de manera decisiva, para todo ser humano, aun para el más longevo de los adultos.
Así lo decía, pocos meses después, el mismo Juan Pablo II, en su Carta a los niños: «¡Qué importante es el niño para Jesús! Se podría afirmar que el Evangelio está profundamente impregnado de la verdad sobre el niño. Incluso podría ser leído en su conjunto como el Evangelio del niño… ¿Acaso no pone Jesús al niño como modelo incluso para los adultos?». ¿Acaso hay imagen de Dios más visible que el niño? Vale la pena recordar estas palabras de Benedicto XVI, en su homilía de Nochebuena de 2006: «Dios se ha hecho pequeño para que nosotros pudiéramos comprenderlo, acogerlo, amarlo… La Palabra eterna se ha hecho niño para que esté a nuestro alcance. Dios nos enseña así a amar a los pequeños. A amar a los débiles. A respetar a los niños».
Tan es así, tan importantes son los niños para Jesús, y hoy más que nunca, en esta sociedad que se empeña en vivir como si Dios no existiera, matando así toda humanidad hasta en lo más íntimo de las familias, que son cada vez más los niños, como Julia y los que también dan su testimonio en estas mismas páginas, los que están llevando a sus padres a Jesús. No hay mejores evangelizadores. Por algo puso Él a un niño en medio de sus discípulos.