El Estado, al servicio de la persona y de la familia - Alfa y Omega

El Estado, al servicio de la persona y de la familia

En su encuentro con las autoridades civiles, militares y empresariales, en el arzobispado de Milán, Benedicto XVI presentó el ejemplo de san Ambrosio, y, a partir de él, habló del debido servicio del Estado a la persona y a la familia, respetando, por ejemplo, «el derecho primario de los progenitores a la libre educación y formación de los hijos»

Redacción
Un momento del encuentro de Benedicto XVI con las autoridades, en el Arzobispado de Milán.

¡Ilustres señores! Os estoy sinceramente agradecido por este encuentro, que revela sus sentimientos de respeto y de estima hacia la Sede apostólica y, al mismo tiempo, me permite, en calidad de pastor de la Iglesia universal, expresaros el aprecio por la obra diligente y benemérita que no cesáis de promover por un cada vez mayor bienestar civil, social y económico de las laboriosas poblaciones milanesas y lombardas.

Gracias al cardenal Angelo Scola, que ha presentado este acto. Al dirigirle mi deferente y cordial saludo, mi pensamiento va hacia quien fue su ilustre predecesor, san Ambrosio, gobernador —consularis— de las provincias de Liguria y de la Emilia, con sede en la ciudad imperial de Milán, lugar de tránsito y de referencia —diríamos hoy— europeo. Antes de ser elegido —de forma inesperada y contra su voluntad, ya que se sentía inadecuado— obispo de Mediolanum, él había sido responsable del orden público y administrador de Justicia. Me parecen significativas las palabras con las que el prefecto Probo lo animó a ser consularis de Milán; le dijo, en efecto: «Anda y administra no como un juez, sino como un obispo». Y él fue efectivamente un gobernador equilibrado e iluminado que supo afrontar, con sabiduría, buen sentido y autoridad, las cuestiones, sabiendo superar contrastes y recomponer divisiones. Quisiera justamente detenerme brevemente sobre algunos principios que él seguía y que todavía hoy son preciosos para quienes están llamados a dirigir la cosa pública.

En su comentario al evangelio de Lucas, san Ambrosio recuerda que «la institución del poder deriva tanto de Dios, que aquel que lo ejerce es él mismo ministro de Dios» (Expositio Evangelii secundum Lucam, IV, 29). Estas palabras podrían parecer extrañas a los hombres del tercer milenio, y, sin embargo, indican claramente una verdad central sobre la persona humana que es sólido fundamento de la convivencia social: ningún poder del hombre puede considerarse divino, y por tanto ningún hombre es dueño de otro hombre. Ambrosio lo recordará valerosamente al emperador, escribiéndole: «También tú, oh augusto emperador, eres un hombre» (Epistula 51, 11).

Recta concepción de la libertad

Hay otro elemento que podemos recabar de la enseñanza de san Ambrosio. La primera cualidad de quien gobierna es la justicia, virtud pública por excelencia, porque mira por el bien de la comunidad entera. Pero ella no basta. Ambrosio la acompaña de otra cualidad: el amor por la libertad, que él considera un elemento que diferencia a los buenos de los malos gobernantes, pues, como se lee en otra carta suya, «los buenos aman la libertad, los réprobos aman la servidumbre» (Epistula 40, 2). La libertad no es un privilegio de algunos, sino un derecho de todos, un derecho precioso que el poder civil debe garantizar. No obstante, la libertad no significa el arbitrio de uno solo, sino que más bien implica la responsabilidad de todos. Se encuentra aquí uno de los principales elementos de la laicidad del Estado: asegurar la libertad para que todos puedan proponer su visión de la vida común, siempre desde el respeto al otro y en el contexto de las leyes que miran al bien de todos.

La basílica de San Ambrosio, en Milán: el cuadripórtico y la fachada. Arriba: detalle del mosaico de san Ambrosio.

Por otra parte, en la medida en que es superada la concepción de un Estado confesional, aparece claro, en todo caso, que las leyes deben encontrar justificación y fuerza en la ley natural, que es fundamento de un orden adecuado a la dignidad de la persona humana, superando una concepción puramente positivista, de la cual no pueden derivar indicaciones que sean, de alguna manera, de carácter ético (cfr. Discurso al Parlamento alemán, 22 septiembre 2011). El Estado está al servicio de la tutela de la persona y de su bienestar, en sus múltiples aspectos, empezando por el derecho a la vida, del que nunca puede consentirse su deliberada supresión. Cada cual puede ahora ver cómo la legislación y la obra de las instituciones estatales deben estar, en particular, al servicio de la familia, fundada en el matrimonio y abierta a la vida; y también reconocer el derecho primario de los progenitores a la libre educación y formación de los hijos, según el proyecto educativo considerado por ellos válido y pertinente. No se rinde justicia a la familia, si el Estado no sostiene la libertad de educación por el bien común de la entera sociedad.

Sin confusiones

En este existir del Estado para los ciudadanos, aparece preciosa una constructiva colaboración con la Iglesia, no para una confusión de las finalidades y de los roles diversos y distintos del poder civil y de la misma Iglesia, sino por la aportación que ésta ha ofrecido y todavía puede ofrecer a la sociedad con su experiencia, su doctrina, su tradición, sus instituciones y sus obras, con las cuales se coloca al servicio del pueblo. Basta pensar en la espléndida multitud de santos de la caridad, de la escuela y de la cultura, del cuidado a los enfermos y marginados, servidos y amados como se sirve y se ama al Señor. Esta tradición continúa dando sus frutos: la laboriosidad de los cristianos lombardos en tales ámbitos es muy viva y, tal vez, aún más significativa que en el pasado. Las comunidades cristianas promueven estas acciones no tanto como una labor sustitutiva, sino como gratuita sobreabundancia de la caridad de Cristo y de la experiencia totalizante de su fe.

El tiempo de crisis que estamos atravesando tiene necesidad, además, de valerosas elecciones técnico-políticas, de la gratuidad, como he tenido ocasión de recordar: «La ciudad del hombre no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes, sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión» (encíclica Caritas in veritate, 6).

Podemos recoger una última y preciosa invitación de san Ambrosio, cuya figura solemne y armonizadora está representada en el estandarte de la ciudad de Milán. A cuantos quieren colaborar en el gobierno y en la administración pública, san Ambrosio les pide que se hagan amar. En la obra De officiis, afirma: «Aquello que hace el amor, no podrá nunca hacerlo el miedo. Nada es tan útil como hacerse amar» (II, 29). Por otra parte, la razón que, a su vez, mueve y estimula vuestra activa y laboriosa presencia en los distintos ámbitos de la vida pública, no puede ser más que la voluntad de dedicarse al bien de los ciudadanos, y por lo tanto una clara expresión y un evidente signo de amor. Así, la política es profundamente ennoblecida, transformándose en una elevada forma de caridad.

¡Ilustres Señores! Acoged estas simples consideraciones mías como signo de mi profunda estima hacia las instituciones a las que servís y para vuestra propia e importante labor. Que en esta tarea os ayude la continua protección del Cielo, de la cual quiere ser signo y auspicio la Bendición apostólica que os imparto a vosotros, a vuestros colaboradores y a vuestras familias.